Me sentí inesperadamente alentado por los resultados de la elección en EE.UU., por lo menos en un aspecto. Porque han mostrado, una vez más, que el pueblo estadounidense siente un disgusto –permanente, colérico, aunque muy incipiente– con el sistema político injusto, corrupto y disfuncional de la nación. Sabe que algo está profundamente mal en el sistema, y por lo tanto vota siempre por la salida de una facción y la entrada de la siguiente, a la espera de que algo cambie.
La historia ha demostrado lo siguiente: casi en cada elección nacional de las dos últimas décadas, se ha visto un cambio en el control de una o ambas cámaras del Congreso o en la Casa Blanca. Esto ha sucedido en 1992, 1994, 1998, 2000, 2002, 2006, 2008 y ahora de nuevo en 2010. El modelo es obvio. Y no es que los estadounidenses “prefieran un gobierno dividido” como les gusta aseverar a los que rumian en Washington; es porque no puede encontrar a alguien en el sistema que se preocupe de sus problemas.
Sin excepción, cada vez que cambia el control faccionario, vemos un ajetreo de analistas vehementes y serios que nos cuentan que los resultados representan un inmenso cambio en la política, la cultura, la sociedad, el alma estadounidense, etc. Pero de alguna manera, dos años después, esas oleadas terriblemente significativas se deshacen en la nada en la playa vacía. Y de nuevo es porque en realidad no significan nada más que la ya perenne desazón y disgusto.
Lo que es menos alentador, claro está, es que el electorado estadounidense nunca llega a comprender completamente el hecho obvio, evidente, brutal, de que ninguna de esas facciones va a llegar un día a cambiar ni un ápice el sistema si puede evitarlo; son el sistema, son sus sirvientes, sus facilitadores, sus ejecutores. Y una vez más nos enfrentamos, para utilizar la frase inmortal de Gore Vidal, a los Estados Unidos de Amnesia, donde la historia no existe (excepto en la forma de mitos farisaicos febrilmente deformados sobre la eterna, insuperable, peculiaridad de EE.UU.), y cada elección es una tabula rasa. La única titilante conciencia histórica que parece existir en el electorado estadounidense es un vago sentido de que la pandilla a la que eligió dos años antes no ha cambiado nada; más vale probar de nuevo la otra pandilla… olvidando que es la misma de la que se deshizo cuatro años antes, por el mismo motivo.
Y así el ciclo se repite una y otra vez, y la podredumbre y la disfunción se profundizan y se hacen cada vez más obstinadas. No sólo no se encaran las preocupaciones de la gente; ni siquiera son articuladas en el juego lucrativo y siniestro de El rey en la colina representado por las dos facciones, que están comprometidas, en cuerpo y alma, con el régimen de la elite, la rapiña corporativa y el imperio militarista. Y ciertamente, ni los medios corporativos ni el sistema educacional harán algo para ayudar a inculcar un sentido más profundo de la historia (“La historia es una patraña” dijo ese estadounidense prototípico, Henry Ford; no ayuda a ganar dinero, ¿para qué sirve entonces?), o suministrar algún contexto más amplio y profundo para articular –y enfrentar– las causas de la insatisfacción del electorado. En su lugar, esas instituciones siguen reproduciendo y refrescando esos mismos mitos de peculiaridad (de una forma “conservadora” o “progresista”), agregando capa tras capa de ruido aniquilador del pensamiento a la Gran Cámara de resonancia que es EE.UU. que encierra, y aprisiona, a toda la sociedad.
Tal vez no sea tan alentador después de todo. Especialmente ya que ambas facciones son –literal, legal, formal, innegablemente– jaurías de criminales de guerra, comprometidas con la continuación de un imperio rapaz de dominación militar que mata a gente inocente, fomenta el odio y el extremismo y desestabiliza el mundo. El mito de la peculiaridad impide que la mayoría de la gente vea la verdad de lo que su establishment político bipartidista hace al mundo –o incluso a ellos mismos-, cómo los ha privado de sus libertades, corroído su sociedad, destruido sus comunidades y degradado su calidad de vida, mientras afecta las vidas y los futuros de sus propios hijos y nietos. Al parecer, la mayoría de los estadounidenses no puede romper con la estrecha estructura cognitiva que ha sido impuesta a su visión de la realidad: es decir, que EE.UU. es inherente, indeleblemente bueno, que sea cual sea el error que pueda cometer aquí o allá (usualmente la facción preferida por cada cual no está en el poder, por cierto), esa bondad esencial sigue inviolada, nunca mancillada eternamente por algún mal auténtico.
Y así los perpetradores bipartidistas de enormes males –asesinatos masivos, guerras agresivas, tortura, brutalidad, ruina, atrocidad e injusticia en una escala inmensa– no sólo no son responsabilizados jamás, sino que son celebrados, honorados y recompensados con gran riqueza y privilegios. Y no es sorprendente que reine la insatisfacción en el cuerpo político. La gente siente que algo va muy mal; pero nadie en el sistema les dice que lo que está mal es el sistema en sí. En su lugar nos ofrecen esos circos y ficciones, esas diversiones y engaños que pasan por campañas electorales, vomitando una tormenta de problemas falsos y de posturas partidarias, ruido y furia que no significan nada… luego, cuando todo ha pasado, nuestros cortesanos bipartidistas vuelven a los negocios como si tal cosa y se dan un festín con la bazofia sangrienta del imperio.
Y a pesar de todo, la molestosa chispa del descontento puede ser a menudo el comienzo de la sabiduría, que termina por obligarnos a mirar más allá de nuestros límites, revestimientos cognitivos y entendimientos previos. El carrusel de vuelcos fraccionarios, una elección tras la otra, muestra que este fértil elemento de insatisfacción es rampante y crónico en el pueblo de EE.UU. Todavía no ha aceptado, no completamente, el sistema del imperio rapaz y de la dominación de la elite como un orden natural, el statu quo establecido. Quiere que algo cambie, quiere que las cosas sean diferentes de alguna manera, pero la gente por doquier no quiere mirarse al espejo y ver la realidad del sistema nocivo que perpetúa con su va y viene entre dos facciones terriblemente corruptas y depravadas de codiciosos y hambrientos de poder.
Pero mientras siga existiendo la insatisfacción, seguirá habiendo alguna esperanza de que impulse a más y más gente a ver más allá de la nube del mito, a oír verdades fuera de la cámara de resonancia y a comenzar el largo, arduo, probablemente imposible pero moralmente imperativo, trabajo de romper el collar de fuerza de esos mentecatos asesinos y forjar una alternativa genuina al sistema.
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Chris Floyd es colaborador frecuente de CounterPunch. Su blog, Empire Burlesque, se encuentra en www.chris-floyd.com. Este artículo está tomado de Rebelion Una mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización