La cristianización del río Ebro.

Por Santos

Mucho antes que los caminos prehistóricos y las vías romanas existió una cuenca hidrográfica atravesada por un río, que, desde tiempos ancestrales, se convirtió en la más importante autopista natural de penetración hacia el interior peninsular y puso las bases de las futuras comunicaciones en esa área geográfica.
Pronto, muy pronto, entró en juego la mitología y ahí tenemos a Túbal, tercer hijo de Jafet y nieto de Noé, recorriendo el valle tan pronto como las aguas del Diluvio Universal comenzaron a descender, para dotarle de orígenes bíblicos. Su hijo Hibero fundó la ciudad de Hibera, predecesora de Tortosa, y dio nombre al río, y a la península y sus pobladores. El propio Túbal estableció colonias en muchas de las actuales localidades ribereñas, entre ellas Caspe, Zaragoza, Tarazona y Calahorra. El Heracles o Hércules clásico, no se quedó atrás en cuanto a protagonismo y leyendas como la de la ninfa Pirene ayudan a entender la gran implantación del Apóstol Santiago, su sucesor, en toda la cuenca.
La esencia del cauce, su uberosidad, su talla, su poderío, hicieron que tanto íberos como romanos vieran algo más en el Ebro que su estricta realidad fluvial, así pues lo deificaron, personificándolo en un númen sobrenatural,  y lo veneraron como dios. No es extraño pues que, como consecuencia, el siguiente paso fueran las representaciones escultóricas del Flumen Hiberus para tributarle culto. Este es el caso de la pieza marmórea conservada en el Museu Nacional d’Arqueológia de Tarragona. Tales representaciones, además, perduraron en el tiempo, caso, como verbigracia, de la Fontana di Orione de la siciliana ciudad de Mesina, obra de Giovanni Angelo di Montorsoli (1547/1553)  
Llegados a este punto, se hace imprescindible preguntarnos, y hasta ahora no lo hemos hecho, acerca de ese culto, para saber cual fue su alcance, de que grado de arraigo gozó y, por que no, cual fue la resistencia que opuso a la nueva doctrina que había alcanzado su razón de ser en el Gólgota. Sin duda, y a tenor de lo que se vislumbra si somos capaces de echar una mirada a vista de pájaro a lo que se esconde detrás de las tradiciones y leyendas que nos han llegado en toda el área hidrográfica, no cabe otro calificativo que el de enorme y desbordante.

¿Es fortuita la gran devoción que, junto al Ebro que allí nace, recibe Nuestra Señora de Montes Claros en la cantabra Valdeprado del Río, en el Campoo?  ¿Es pura coincidencia que a la Madre de Dios se la venere, siempre al lado del río, bajo la hermosísima advocación de Nuestra Señora de Ebro en las burgalesas Quintanilla de Escalada y Miranda de Ebro, o en la propia capital de la Rioja? ¿Es solo azarosa la entrega, a orillas del Ebro, que hizo la Virgen de la Cinta a los tortosinos de su Sagrado Cíngulo? ¿Cosas del sino que la imagen de la Virgen de la Ola de Pinseque y la de Santa María de la Muela de Tudela alcanzaran sus respectivas poblaciones flotando sobre las aguas del Ebro? ¿Casual la presencia en carne mortal de María a la vera del cauce fluvial zaragozano, reconfortando a Santiago? ¿Es solo un capricho que el propio Apóstol lo recorriera e incorporara al selecto grupo de sus varones apostólicos a San Indalecio, hijo del Caspe que supo hacer del Ebro un mar para Aragón? ¿Cómo entender la facilidad con la que la cariñosamente llamada Pilarica se ha convertido, a penas sin controversia, en Patrona de toda la Hispanidad?¿Cómo explicar todo cuanto el ancestral Camino Jacobeo del Ebro tiene de perenne y sacro? En el propio Ebro, estoy convencido, tenemos la respuesta.
Pero si María fue un factor clave para la cristianización del culto pagano al Ebro, no es menos cierto que fueron multitud los santos que le ayudaron en tal empeño. Así, Santa Susana llegó a Amposta desde el Mediterráneo, flotando en el curso fluvial, sobre la muela de molino que le habían atado al cuello antes de arrojarla al mar; su culto y sus reliquias ascendieron aún aguas arriba, hasta la población terraltina del Pinell de Brai y Maella. La propia imagen de Santa Paulina (en la imagen), flotando también sobre el Ebro, se agarró a las rocas que contenían los vestigios romanos de Ascó, en la Ribera d’Ebre, deseosa de que allí se le tomase devoción; su culto se propagó río arriba hasta alcanzar, por el Segre, Fraga, que poseía sus reliquias. De la misma manera fueron acunadas y llevadas por las aguas del Ebro las imágenes de Santa Madrona en Riba-roja, San Antonio en la Pobla de Massaluca, San Sebastián en Faió, y Santa Concordia en Flix.

Otras veces no fue la imagen, sino la propia testa del santo, la protagonista del suceso: La cabeza del mártir San Frontonio, arrojada al Ebro, navegó contracorriente hasta la desembocadura del río Jalón, y fue a parar a la villa de Épila, de la que es patrón. San Lamberto cruzó por si mismo el Ebro, pero lo hizo con su propia cabeza recién cercenada bien sujeta bajo el brazo para ir a enterrarse en la monumental cripta de la parroquia zaragozana de Santa Engracia. Las cabezas de los mártires Emeterio y Celedonio, una vez decapitados en Calahorra, fueron arrojadas al Ebro y flotaron hasta el mar para acabar ¡dando la vuelta a la Península! y aparecer en la playa del Sardinero de Santander, de donde son patronos. Finalmente, en Tortosa, se tocaban las aguas del río con el relicario de Santa Cándida, continente de su cráneo, para apaciguar el cauce cuando amenazaba con fieras riadas; la reliquia, procedente de Colonia y regalada por la reina Margarita de Prades, pertenecía a una de las Once Mil Vírgenes y su titular, junto con Santa Córdula, alcanzó la condición de copatrona de la ciudad.
A raíz del trabajo del periodista y estudioso del río Ebro José Ramón Marcuello, recopilador de buena parte de estas tradiciones, algunos sostienen que el origen de sus cultos podría explicarse por la costumbre común, siglos ha, de echar las cabezas de los reos al río. Sin pretender enjuiciarlo, difiero en mi modesto parecer y, aún admitiendo que tales hechos pudieron servir anacrónicamente de inspiración, me decanto por la opción que da nombre a esta comunicación.
Capítulo a parte merece la campana mágica de Velilla, a la que las aguas del Ebro concedieron poderes sobrenaturales como el de flotar sobre ellas y avanzar contracorriente. Es el más popular de los objetos milagrosos relacionados con el tema. Fue extraída y colocada en el campanario de San Nicolás, en donde, desde el primer momento, tañía, sin ser tocada, para anunciar grandes catástrofes y funestos acontecimientos.
¿Pero y Jesucristo, de quien la fe toma nombre? ¿Es ajena su figura al asunto que nos ocupa? Ni mucho menos. Todo lo contrario. ¡Es determinante! Entre las imágenes de Cristo o crucifijos navegando el Ebro encontramos el de Cristo de Gallur y la Santa Cruz de Tudela. El Santo Cristo de Balaguer, remontó el Ebro y el Segre, pasando por Flix. El Santo Cristo de los Pescadores de Tortosa, avanzó río arriba desde el mar venciendo la corriente hasta la ciudad, en donde fue literalmente pescado por estos y tuvo una fervorosa devoción en la iglesia gremial de San Pedro, hasta ser devastada por las llamas durante la última guerra civil española.
Después de todo lo expuesto, se entenderá fácilmente cual es el extraño resorte capaz de mover aún hoy en masa a las gentes ribereñas cuando en su subconsciente se percibe que el vetusto dios corre el más mínimo riesgo de ser profanado. Más allá de las razones que se puedan esgrimir, incluido el moderno discurso de la sostenibilidad y la ecología, existe una realidad incontestable, un dios de los ancestros al que rebautizaron con mil nombres, pero que sigue vivo, sencillamente porque nunca murió. El Camino Jacobeo del Ebro es, simple y llanamente, una de las muchas pruebas palpables que han perdurado.

Vicente José Ruiz.