La crónica sentimental de España

Publicado el 23 marzo 2014 por Trilby @Trilby_Maurier

Carteles y radios sentimentaloides

Todavía quedan tenderos que orbitan cual extraterrestres lejos del imperio de la imagen y el marketing, que han dado la espalda a la historia del escaparate para ningunear su existencia y convertirlos en meras paredes transparentes en las que almacenar cajas insulsas: más que seducir al transeúnte, apelan a su compasión. Ya en el interior del establecimiento, por aquello de que las expectativas son inexistentes, la sorpresa puede ser mayúscula: descubrir allí los tesoros de la nostalgia, de ese pasado sentimentaloide que nunca deja de reescribirse. Sí, la fachada de El Rastrillo, una modesta tienda de la madrileña calle Ávila, parece ignorar cómo atraer clientes, aunque, una vez traspasado su umbral, las reliquias y el olor de otro tiempo los atrapen en un bucle sin fin y hagan honores al sobrenombre de su letrero: “La máquina del tiempo”. Aunque este tipo de viajes pierden en canto sin el DeLorean de Marty McFly, hay que reconocer que contemplar aquellos objetos –muchos de los cuales triplican la edad del que los observa– cubiertos de ese aire de tragedia, de vieja gloria descontextualizada –veáse por ejemplo la vieja máquina de pinchar vinilos con los estrafalarios integrantes de Abba todavía felices, todavía enamorados (¡Benny y Frida acababan de casarse el año anterior!)– y las rígidas muñecas disfrazadas de militares –las míticas wendolin– , extraña paradoja de aquellos tiempos en los que las mujeres ni siquiera se podían plantear vestir un uniforme de las fuerzas armadas. Y por no hablar de las inquietantes fotografías que se apilan en una esquina: imágenes que brotaban de entre los libros, las carteras, las cajas de metal… Imágenes que yacían escondidas sin que nadie las recordase y que probablemente hoy busquen con ansia los descendientes de esas señoras pletóricas que posaban frente al mar –una cámara, la playa, ¿acaso eso no era progreso? Qué importaba entonces el silencio, la represión…–, o de esos orgullosos jabatos alardeando de lozanía mientras paseaban por la calle con sus mejores galas.

Pastilleros, relojes…

Las mujeres no podían vestir un uniforme, las wendolin sí

Preciosa edición de “El Quijote”

La verdadera máquina del tiempo: el tocadiscos. ¿Precio del tema? 1 duro

Imágenes del pasado, historias olvidadas

Portada del folletín “¡Madre!”

Sumergida en mil épocas, en ese extraño olor que el polvo, la humedad y los años destilan sobre os objetos, de las estanterías de este pequeño rastrillo rescato la primera entrega del folletín ¡Madre!, de Mario D’Ancona –seudónimo de  Francisco Arimón Marco (1868-1934)-, una publicación fechada el 26 de octubre de 1932 por la Editorial Guerri “la Casa más seria, la de los grandes éxitos, la de servicio más esmerado y puntual”, reza en el interior de la revista. Más allá del delirante drama, es curioso rastrear entre sus páginas los tics de esa España pobre y resentida que entonaba su moralina digna y feliz en las canciones populares que Manuel Vázquez Montalbán analizó en su Crónica sentimental de España (1971): “Pobretes pero alegretes. No olviden nunca ustedes que en nuestro país la comicidad se ha abastecido siempre de nuestras mejores miserias”, escribe el genio en este ensayo. En lugar de esa alegría folclórica, en ¡Madre! la belleza cumple la función compensatoria: la protagonista es una desgraciada, pero tan sumamente bella y bondadosa, que sus penas la elevan a mártir. Entregada a la inclusa por sus padres biológicos, adoptada posteriormente por una matrimonio que la esclavizaba, la protagonista, Amelia se entrega a la pasión del apuesto Roberto: “Por primera vez en mi vida oí palabras cariñosas, por primera vez me dijo alguien que me quería”, relata la joven. Aunque en realidad él es un canalla –hasta los 50 no se pondrían de moda los gamberros, como cuenta Montalbán– de familia noble que la engaña vilmente: “Él me dijo que para ser marido y mujer bastaba que nos arrodillásemos al pie del altar mayor y nos prometiésemos por esposos cuando el sacerdote bendice a los fieles al final de la misa”. La ignorancia, esa candidez bobalicona, representaba al pueblo humilde, trabajador, estafado. Y es que, salvando la distancia temporal con el ensayo de Montalbán, aún sin Guerra Civil de por medio, esa España de la recién proclamada República contenía ya muchas de las características que sobrevirán a la conflagración y se mantendrán durante la posguerra. Al fin y al cabo, esas  mujeres empachadas de nacional-catolicismo no fueron un invento de Franco, él convirtió en “establishment” y dogma obligado algo que, desgraciadamente, ya había intoxicado a generaciones. Esa resignación del español ante la desgracia, entonando canciones como la de “No te mires en el río”: “En Sevilla hay una casa/ y en la casa una ventana/ y en la ventana una niña/ que las flores envidiaban” ya se intuía entonces. En este tema, el novio le prohíbe a la joven que se mire en el río –¿quizá intentando evitar la tragedia?– y cuando regresa con flores y una promesa de matrimonio entre sus manos: “La vio muerta en el río/ cómo el agua la llevaba/ ¡ay, corazón, parecía una rosa!/, ¡ay, corazón, una rosa mu blanca!”. Tan pura, tan inocente, tan tentada por lo prohibido. “Esta canción gustaba porque, como una obra de Shakespere, tiene distintos niveles –explica Montalbán–.Hay una canción sentimental primitiva: un novio, una novia, una muerte trágica, atávica, en el agua. Pero la relación lógica de todos estos elementos es absurda, existe una lógica, pero no es una lógica del tópico común de la canción de consumo. Es una lógica subnormal, para la que hay que tener educado el octavo sentido de la subnormalidad. Y bien educado lo tenían aquellos seres de precaria épica, aquellos españoles de los años cuarenta que habían perdido en el río acontecimientos incontrolables: novias, novios, tierras, recuerdos, dignidades, palabras sagradas, ideas, símbolos, mitos, la alegría de la propia sombra. Aquella canción les valía para expresar su derecho a no comprender del todo las cosas y hacer de esa profesión del absurdo una extrema declaración de lucidez”.    Ese velo que cubría las fealdades del pasado les hacía exaltar la belleza y la alegría, evitando el conflicto, reivindicando esa “filosofía de la vida cínica” de la que habla Montalbán. Como el periodista destaca, a los españoles no nos iban evidencias como la perpetua guerra fría entre Tom y Jerry, preferíamos darle la espalda a los problemas y a aquellos relatos atroces en los que los rojos eran caníbales despiadados: “No había piedad dialéctica para el vencido, y había un recelo lleno de resentimiento para el superviviente”.  El folletín, como fenómeno popular, acabaría cediendo el testigo al serial radiofónico, que heredaba su función multiplicando su efecto a través de la “hipnosis radioeléctrica” que describe el periodista. “Ahí están los seriales de Sautier Casaseca, cargados de intención política, servidos a través de un medio omnipotente que sólo necesitaba electricidad para llegar al último rincón de la última oreja. (…) Fue un auténtico asunto de hipnosis radioeléctrica, como de si los receptores se escapase el efluvio de la persuasión o como si las combinaciones musicales fuesen en la realidad melodías del flautista de Hamelín”. Todavía sobrevive ese encanto en los seriales televisivos presentes –sólo hay que echar un vistazo a “El secreto de Puente Viejo” o “Amar es para siempre”, especialmente en su etapa anterior en La 1, o en las más reciente “Velvet”–, en la que las protagonistas han estado sometidas a la injusticia y a la vejación, a la lucha de clases, al desdén y a la miseria. La España del folletín, la del melodrama, no estaba sólo presente en esas pasionales novelas por entregas, ni en las canciones, ni en las novelas radiofónicas, viaja –¡y perdura!– como un polizón en cada expresión de la cultura popular.  En esta primera entrega de la novela de Mario D’Ancona, siguen presentes los mismos martirios para la protagonista, que en esta ocasión –y quizá representando el espíritu republicano– se enfrenta a la traición del que cree su esposo y, sobre todo, de la cruel y manipuladora “marquesita de Vegaclara”, la prima de su amado, que organiza un matrimonio de conveniencia con el joven. La belleza de la antagonista, quizá equiparable a la de Amelia, queda ensombrecida por “las facciones algo duras y la mirada altanera y despreciativa”. Habla con su tío –a la sazón, conde de Casalta y padre del infiel– sobre la necesidad de que el matrimonio se celebre cuanto antes, ya que el joven parece algo confuso a la hora de reconciliar su recién nacida pasión por la marquesita con su pasado, en el que Amelia y sus dos niños mellizos le sonreían con entrega y devoción. “Prefiero que se muera a que se case con una mujer que puede ser hija de un verdugo o de un criminal”, llega a asegurar el decepcionado padre, antes de alabar a su sobrina por su alta alcurnia: “Eres de mi raza, de mi estirpe, de hombres y mujeres fuertes y heroicos”. En la escena en la que Amelia está a punto de descubrir cómo el padre de sus hijos estaba a punto de contraer matrimonio con su prima, la compasión se apodera de los vigilantes de la entrada y de una lavandera justiciera que “era la mujer del pueblo, toda corazón, que se indignaba al ver el crimen que sus señores iban a cometer con una pobre madre y unos niños. La lavandera de la casa era mucho más noble que sus aristócratas señores” –apostilla el narrador–, por lo que la protagonista al fin puede entrar junto a sus retoños, provocando un síncope en el confuso novio y desmayándose ante la cruel escena. Cuando recobra el conocimiento, la madrecita sabrá que le han quitado a uno de sus hijos “lo retienen como prenda de su silencio y resignación al sacrificio que le imponen el egoísmo del conde de Casalta y el interés de la marquesita de Vergara”, anuncia el prólogo. Así, con este trágico final, Amelia pasará de ser la mojigata protagonista a convertirse en una heroína, fiera e imparable, que luchará hasta el fin de los días para que le devuelvan a su niño. 

La trágica escena final

Nota final y curiosa recomendación editorial

Montalbán ya lo advertía: “Esta crónica sentimental se escribe desde la perspectiva del pueblo, de aquel pueblo de los años cuarenta que sustituía la mitología personal heredada de la guerra civil por una mitología de las cosas: el plan blanco, el aceite de oliva, el bistec de cien gramos, el jabón bueno, un corte de buen paño”. Ese pueblo de silencios obligados que se vio en la necesidad de dejar atrás aquel pasado lúgubre que gemía sin que nadie lo pudiese mencionar ni consolar, propició que esta generación muda convirtiese lo cotidiano y el presente en un canto a la vida, el único canto que podían entonar. La dignidad, la bondad y el trabajo era lo único que les quedaba a las heroínas del pueblo, incluso antes de que la posguerra llegase entonando un olvido impuesto y doloroso. La crónica sentimental de España, aún a día de hoy, no tiene punto y final.