La exigencia de Podemos de derruir la cruz que corona la abadía del Valle de los Caídos con la aparentes simpatía de Pedro Sánchez generaría una grave contienda civil y la ruptura social entre españoles.
Los católicos se opondrían a la destrucción del principal símbolo de su fe, un monumento 150 metros de altura, el más alto del mundo, con gigantescas figuras de los cuatro evangelistas y alegorías de las cuatro virtudes cardinales en su basamento de 18 metros, obras del escultor socialista Juan de Avalos.
Gran parte de los laicos no hostiles a los creyentes –por ejemplo este cronista, que ni siquiera está bautizado-- rechaza el derribo de un monumento cuya desaparición se lamentará cuando el recuerdo de Francisco Franco sea un renglón en la historia.
Como ocurre con otras construcciones que enseñan sobre la vida de distintas épocas: hace solamente 1008 años los bereberes devastaron la joya omeya de Medina Azahara, y hoy los arqueólogos lloran por aquella ciudad asombrosa.
¿Qué dirán por ejemplo en 2100 los arqueólogos y humanistas de esta barbarie, similar a la de los talibanes que destruyeron por odio al infiel hace solo 17 años los milenarios budas de Bāmiyān, en Afganistán?
Si lo que se quiere eliminar es toda obra de Franco podrían empezar con las “casas baratas” o los embalses para regadíos y electricidad, o la maternidad falangista de avances laborales considerados socialistas.
Al deseo de eliminar esa cruz se une el de expropiar la Mezquita de Córdoba, erigida sobre la basílica cristiana de San Vicente Mártir, y consagrada como catedral en 1238.
La intención es, al menos parcialmente, cedérsela al islam, cuyos yihadistas advierten que destruirán la parte cristiana del monumento en su reconquista de Al-Andalus, que es toda España.
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SALAS