Por: Yohan González
A veces siento envidia de mi abuelo. A su avanzada edad y en el ocaso de su vida sigue conservando la misma determinación que lo impulsó, casi a mi edad, a lanzarse a luchar por un ideal que iba en contra del status quo de la clase a la que él pertenecía. No era millonario, pero tampoco era pobre. Con 21 años y heredero de florecientes negocios en la barriada habanera de Santo Suárez, fue en contra de su propio padre y esquivando tiroteos, persecuciones, operativos y represión, se hizo clandestino y se hizo revolucionario. Siento envidia de ese hombre que a su edad todavía conserva, casi intacta, la fe por un ideal que todos conocemos como Revolución cubana, pero que él siempre ha considerado como una Revolución social y humanista.
Desde el mismo triunfo de 1959 lo dio todo por la Revolución en la que cree, desde entregar tierras que legítimamente pertenecían al patrimonio de su familia a la Reforma Agraria hasta vestirse de miliciano y marchar hasta la zona de San José de las Lajas para defender a la naciente Revolución del peligro de una Guerra nuclear. A pesar de todo, incluso hasta de los cargos y responsabilidades que ocupó, jamás se ha considerado como un comunista. A su modo de ver, el proyecto de lucha al cual entregó su vida, y hasta sus pertenencias, es más que todo un proyecto humanista y social, cuyo centro es y debe ser el hombre y en segundo lugar la soberanía.
Pero mi abuelo, al igual que algunos de su generación o de su clase, jamás comprendió el objetivo de construir un Estado paternalista, en el que se estatalizara la propiedad de todos los medios de producción y se destrozaran los negocios medianos y pequeños. Él jamás entendió la necesidad de entregar en las manos de un Partido la responsabilidad de dirigir y organizar un país donde lo más importante debían ser la institucionalidad, el gobierno verdaderamente popular y la constitucionalidad, este último el primer objetivo que lo hizo luchar contra una dictadura que en 1952 pisoteó y mancilló una Constitución. Pero quizás, lo que nunca su mente e incluso sus ojos le han permitido aceptar ha sido el hecho de que se construyera una prensa que, plagada de triunfalismos y superficialidad, nos retrata una Cuba muy diferente a la realidad; una prensa completamente alejada de los postulados de la prensa revolucionaria de los primeros años, aquella que no tenía miedo de criticar y hasta de llamar las cosas por su nombre.
Durante 55 años mi abuelo ha visto de todo: desde los grandes éxitos, esos de los que habla con tanto orgullo y considera como una victoria del pensamiento social y humano; hasta los grandes fracasos, esos que considera como producto del desespero, la inexperiencia, la falta de tacto y la presión de una coyuntura adversa. Siento envidia de él y de aquellos que como él, a pesar de las frustraciones, de las privaciones y hasta de las inconformidades, optaron por no abandonar jamás esta Isla y de anclar su vida y las de sus sucesores al destino de esta tierra.
Él jamás ha creído en igualdades, ni de pensamientos ni de posiciones económicas. Habla con mucho sentimiento de aquel 8 de enero de 1959, cuando cubanos de todos los estratos sociales y de diferentes formas de pensar salieron a las calles a festejar la entrada a La Habana de la esperanza. Para él ese es el momento que más le simboliza la Revolución de la cual se enamoró. Una Revolución que aplicara el concepto de República que soñó Martí: “con todos y para el bien de todos”.
A pesar de las diferencias de edad y de experiencias, ambos compartimos la misma voluntad de asistir a la construcción de un país con una economía vigorosa, con un Estado y un Gobierno eficiente, donde prime la institucionalidad, la constitucionalidad y deje de ser letra muerta el concepto de un pueblo empoderado y democráticamente representado. Ambos compartimos las mismas esperanzas, pero también compartimos los mismos miedos.
Nuestro miedo más grande es a que se olvide el por qué el pueblo determinó que era necesario construir y luchar por una Revolución. Nuestro miedo más grande es a que se construya un país con una economía tan eficiente y planificada como un reloj suizo pero carente del compromiso con el desarrollo y el gasto social. Tememos a construir un país que, aunque no vuelva a ser el que supuestamente “todos somos iguales”, no sea otra vez un lugar donde una pequeña clase acomodada económicamente controle las riquezas del país o donde existan grandes desigualdades entre quienes ganan más y quienes ganan menos. Tememos a construir de nuevo un país basados en el ejemplo “exitoso” de otros países, donde se implanten modelos y concepciones, al estilo de copiar y pegar, sin siquiera contar con las condiciones y características de Cuba. Tememos a construir un país donde se pregone la intención de motivar la libertad de pensamiento y crítica, pero detrás se persiga la crítica “incomoda” o “fuera de lugar”.
Sé que mi abuelo me envidia porque yo tengo el tiempo que ya él no tiene, porque tengo la oportunidad de ver hacia dónde va el modelo de país que se intenta construir y en él que ambos, él y yo, tenemos puestas esperanzas y miedos. Un modelo que debería ir más allá de resoluciones, acuerdos ni lineamientos, más de allá de los calificativos y de los eufemismos productos de un mundo donde las diferencias se definen mediante ideologías, un modelo que debe ser menos equitativo pero más justo, un país que más allá de ser socialista, comunista, izquierdista o progresista, debe ser un país ante todo humanista e inclusivo.
¡Viva Cuba!
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