Por ejemplo: la cuestión de las élites. Para empezar, brillante mención mía al inicio del párrafo, esa palabreja, élite, importada del idioma francés, es igualmente admitida como palabra esdrújula y como palabra llana. Y se puede pronunciar a la francesa, así "elit". El elitismo es uno de esos conceptos que viene y va en las Grandes Modas a Gran Escala de Nuestra Señora la Humanidad. De repente gusta el sentirse miembro de un grupo poco concurrido, de repente esa minoría es señalada como la responsable de las enormes desigualdades, de repente unos elegidos parecen abocados a preservar una cierta exquisitez, de repente nos damos cuenta de que tildar a las representaciones masivas de lo popular como vulgares es injusto, avieso, perverso, en definitiva, otra forma de proyectar un aire de superioridad que no nos corresponde. Y yo lo dije en un correo privado de hace unos días: hay mediocridad mala y hay mediocridad buena. Metámosnoslo en la cabeza, porque este convencimiento mío es de esos que no admite demasiada discusión. La mediocridad de lo que gusta a muchos porque ha dispuesto de la suficiente difusión para hacerse popular no puede ser intrínsecamente mala: puede gustarnos o no, pero no es mala. Por mucha gente que alabe a Breaking Bad o OK Computer de Radiohead, no van a ser peores: puede que nos hartemos de ellos a causa de la sobreexposición a que pueda someternos el entusiasmo generalizado pero, si vamos a ser puntillosos, eso no pasó cuando los disfrutamos por primera vez y caimos cautivados por sus virtudes. En el fondo, querernos poner a salvo de toda mediocridad, querer hacer bandera de esnobismo y exclusividad en los gustos es como lo de los artículos de lujo: un ejercicio absoluto de egoísmo, cuando no es una actitud de narcisismo insano. El compartir en pequeños comités (otro galicismo) nos otorga un halo de seres únicos, nos pensamos que sabemos cosas que los demás no saben, nos pensamos que disponemos de un sexto sentido en nuestras apreciaciones, y ello, creemos, nos distingue de toda esa masa a la que le gustan cosas más comunes. De ahí, Freud no tardaría ni tres frases en deducir que tenemos gustos minoritarios para follar más, o para acceder a mejores personas con que follar. Bueno era Freud. Entonces, la mediocridad solo es mala cuando responde a la precipitación, al engaño, al plagio, a la falta de elaboración, con tal de apelar al perfil de la simplificación per se, con tal de programar resortes para el éxito en función no de talento sino de planificación. No: los gustos mayoritarios no tienen por qué ser mediocres. Son eso, mayoritarios, por algún motivo que, seguro, si muchos de los artistas que nos parece que son vocacionalmente minoritarios llegaran a descubrir, anda que no aprovecharían. Pues vamos.
Por ejemplo: la cuestión de las élites. Para empezar, brillante mención mía al inicio del párrafo, esa palabreja, élite, importada del idioma francés, es igualmente admitida como palabra esdrújula y como palabra llana. Y se puede pronunciar a la francesa, así "elit". El elitismo es uno de esos conceptos que viene y va en las Grandes Modas a Gran Escala de Nuestra Señora la Humanidad. De repente gusta el sentirse miembro de un grupo poco concurrido, de repente esa minoría es señalada como la responsable de las enormes desigualdades, de repente unos elegidos parecen abocados a preservar una cierta exquisitez, de repente nos damos cuenta de que tildar a las representaciones masivas de lo popular como vulgares es injusto, avieso, perverso, en definitiva, otra forma de proyectar un aire de superioridad que no nos corresponde. Y yo lo dije en un correo privado de hace unos días: hay mediocridad mala y hay mediocridad buena. Metámosnoslo en la cabeza, porque este convencimiento mío es de esos que no admite demasiada discusión. La mediocridad de lo que gusta a muchos porque ha dispuesto de la suficiente difusión para hacerse popular no puede ser intrínsecamente mala: puede gustarnos o no, pero no es mala. Por mucha gente que alabe a Breaking Bad o OK Computer de Radiohead, no van a ser peores: puede que nos hartemos de ellos a causa de la sobreexposición a que pueda someternos el entusiasmo generalizado pero, si vamos a ser puntillosos, eso no pasó cuando los disfrutamos por primera vez y caimos cautivados por sus virtudes. En el fondo, querernos poner a salvo de toda mediocridad, querer hacer bandera de esnobismo y exclusividad en los gustos es como lo de los artículos de lujo: un ejercicio absoluto de egoísmo, cuando no es una actitud de narcisismo insano. El compartir en pequeños comités (otro galicismo) nos otorga un halo de seres únicos, nos pensamos que sabemos cosas que los demás no saben, nos pensamos que disponemos de un sexto sentido en nuestras apreciaciones, y ello, creemos, nos distingue de toda esa masa a la que le gustan cosas más comunes. De ahí, Freud no tardaría ni tres frases en deducir que tenemos gustos minoritarios para follar más, o para acceder a mejores personas con que follar. Bueno era Freud. Entonces, la mediocridad solo es mala cuando responde a la precipitación, al engaño, al plagio, a la falta de elaboración, con tal de apelar al perfil de la simplificación per se, con tal de programar resortes para el éxito en función no de talento sino de planificación. No: los gustos mayoritarios no tienen por qué ser mediocres. Son eso, mayoritarios, por algún motivo que, seguro, si muchos de los artistas que nos parece que son vocacionalmente minoritarios llegaran a descubrir, anda que no aprovecharían. Pues vamos.