La imaginación de Anne volaba hasta límites insospechados, pero sólo era capaz de vivirla en un lugar concreto: en la vieja cueva de la playa.
Allí iba cada tarde, ya lloviera, ya nevera, ya hiciera sol.
Iba allí y se sentaba sobre una piedra que había colocada a la entrada. Se cubría los hombros con su manta de cuadros, abrazaba sus rodillas y miraba, pensaba, imaginaba.
Anne se encontraba de viaje en aquella época. Un día abandonó su vida: hizo la maleta y se fue.
La playa en cuestión era de difícil acceso. Se encontraba en terreno escarpado y rodeada de acantilados. La cueva se hallaba escondida: La entrada era pequeña y abrupta y en su interior las paredes brillaban a causa de la humedad del mar, dándole la impresión a Anne de estar en la antesala de un lujoso palacio, un palacio mágico escondido dentro de una cueva encantada, quizás era el del Hada Paribanú, o bien el que se encontraba en la cueva de la isla de Montecristo, aunque quizás fuera simple y llanamente el palacio de Anne.
La playa fue para ella el lugar más parecido a un hogar, en especial aquella cueva. Pero, ¿por qué? Le hacía sentirse segura ante el oleaje. Dentro de la cueva observaba el mar chocando reciamente contra los acantilados cercanos y su sonido le producía una sensación de intrépido vértigo y desazón, pero a su vez contaba con la seguridad de no ser engullida en ellos.