La palabra "cultura" deriva del latín "colere", que significa cultivar, cuidar, preservar. El primero en referirse a ella en el sentido de cultivar el espíritu, mejorar las facultades intelectuales y morales, fue Cicerón. Se ha sugerido que quizás los romanos inventaran el concepto para traducir la palabra griega paideia. Según Hannah Arendt los romanos concibieron la cultura en relación con la naturaleza y la asociaron al homenaje y respeto a las obras pasadas. "Culto" comparte raíz con cultura. Todavía hoy, cuando hablamos de cultura nos vienen a la mente esas ideas de naturaleza trabajada y monumento del pasado, aun cuando la realidad haga mucho que no tiene nada que ver.
Por Miquel Amorós
Por haberse atrincherado aparte en tanto que producción especial del espíritu humano, por no haberse involucrado en la transformación de la sociedad, es por lo que la cultura bajo el dominio burgués ha fracasado. Las vanguardias de comienzos del siglo XX –futuristas, dadaístas, constructivistas, expresionistas, surrealistas– trataron de corregir ese error ideando y difundiendo nuevos valores subversivos, nuevos comportamientos disolventes, pero la burguesía los supo trivializar y expropiar. El secreto consistió en impedir la formación de un punto de vista general. Los mejores descubrimientos eran esterilizados al separarse de la investigación global y de la crítica total. Los mecanismos comerciales y la especialización conseguían levantar una barrera entre el creador y el movimiento obrero revolucionario, el que le podría servir de base para acentuar todos los aspectos subversivos contenidos en su obra. Así renunció a cambiar el mundo y aceptó su trabajo como disciplina fragmentada, productora de obras degradadas e inofensivas.
Entonces hubiera podido hablarse de una auténtica cultura proletaria. No fue así. Las propias victorias obreras, especialmente las que acarreaban una disminución del tiempo de trabajo, fueron usadas en contra de los trabajadores. El ocio se volvía de alguna manera proletario y la vida cotidiana de millones de trabajadores se abría al capitalismo. La dominación dispuso de dos poderosas armas creadas por la racionalización del proceso productivo: el sistema educativo estatal y los medios de comunicación de masas, el cine, la radio y la televisión. Por un lado teníamos una cultura burocrática, destinada a trasmitir las ideas de la clase dominante, por el otro, una expansión sin precedentes del mercado cultural, determinando la aparición de una industria de la cultura. El creador y el intelectual podían escoger entre la poltrona del funcionario o el camerino del animador. “Para conferir a los trabajadores el estatuto de productores y consumidores “libres” del tiempo-mercancía, la condición previa fue la expropiación violenta de su tiempo” (Debord). El espectáculo empezó a hacerse realidad con esa desposesión llevada a cabo por la industria cultural. Por una astucia técnica de la dominación la abolición del privilegio burgués no introdujo a las masas trabajadoras en la cultura, las introdujo en el espectáculo. El ocio no las liberó sino que culminó su esclavitud.
El tiempo “libre” es tal sólo de nombre. Nadie puede emplear su tiempo libremente si no posee los instrumentos adecuados para construir su vida cotidiana. El tiempo llamado libre existe en condiciones sociales de falta de libertad. Las relaciones de producción determinan absolutamente la existencia de los individuos y el grado de libertad que han de poseer. Esta libertad se ejerce dentro del mercado. En su tiempo de ocio el individuo desea lo que la oferta le impone. A más libertad, mayor imposición, o sea, más esclavitud. El tiempo libre es ocupación constante; es pues una prolongación del tiempo de trabajo y adopta las características del trabajo: la rutina, la fatiga, el hastío, el embrutecimiento. Al individuo la diversión le viene impuesta no ya para reparar las fuerzas gastadas en el trabajo sino para emplearlas de nuevo en el consumo. “La diversión es la prolongación del trabajo en el capitalismo tardío” (Adorno). La cultura entra en el campo del ocio y se convierte en cultura de masas. Si la sociedad burguesa clasista utilizaba los productos culturales como mercancías, la sociedad de masas los consume. Ya no sirven para perfeccionarse o para mejorar la posición social; su función es la de divertir y pasar el rato. La nueva cultura es entretenimiento y el entretenimiento es ahora la cultura. Se trata de distraer, de matar el tiempo, no de educar y menos liberar el espíritu. Divertirse es evadirse, no pensar, por consiguiente, estar de acuerdo. Así se hace soportable la miseria de la vida cotidiana. La cultura industrial y burocrática no enfrenta al individuo con la sociedad que reprime sus deseos, sino que doma el instinto, embota la iniciativa y acrecienta la pobreza intelectual. Busca estandarizar cambiando al individuo por un estereotipo, el que se corresponde con el súbdito de la dominación, a saber, el espectador. La cultura industrial convierte a todo el mundo en “público”. El público por definición es pasivo, procede por identificación psicológica con el héroe televisivo, con la vedette, con el líder. Son los modelos de la falsa realización propios de una vida alienada. La imagen domina sobre cualquier otra forma de expresión. El espectador, no interviene, hace de bulto; tampoco protesta, más bien es el decorado de la protesta. Es más, si las conductas rebeldes se vuelven moda cultural es porque la protesta se ha vuelto mercancía. Sirva de ejemplo reciente la “movida” madrileña o su homóloga, la contracultura barcelonesa de los setenta. La verdadera función del espectáculo contestatario es integrar la revuelta, revelando el grado de docilidad o el nivel de idiotez de los participantes. El espectáculo extiende al máximo los momentos vulgares de la vida disfrazándolos de heroicos y únicos. En plena derrota de las ideas de igualitarias y libertarias, el espectáculo es el único que construye situaciones, aquellas en que los individuos ignoran todo lo que no divierte. Así se incuba el espectador, ser disperso a quien el régimen cotidiano de imágenes “ha privado de mundo, cortado de toda relación y vuelto incapaz de fijar la atención” (Anders).
Además de frívolos los productos de la cultura industrial son efímeros, pues la oferta ha de renovarse constantemente ya que el dominio sobre la vida cotidiana sigue las pautas de la moda, y en la moda la inconstancia es la regla. La moda siempre vive en presente. Incluso el pasado parece actual: el márketing consigue presentar a El Quijote como un libro acabado de escribir y a Goya como un pintor de la jet. El diluvio informativo que soporta el espectador está descontextualizado, privado de perspectiva histórica, dirigido a mentes preparadas para recibirlo, maleables, sin memoria y, por lo tanto, indiferentes a la historia. Los espectadores no viven más que en el instante. Sumergidos en un perpetuo presente son seres infantiles, incapaces de distinguir entre distracción banal y actividad pública. No quieren madurar, quieren pararse eternamente en la edad del pavo. Creen que la farsa lúdica es la conducta pública más apropiada, la única que surge espontáneamente de su existencia pueril. Esa valoración espectacular de la parodia juguetona hace del mundo de los niños un absoluto, donde han de ser confinados los adultos. La infantilización separa definitivamente al público espectador de los verdaderos actores, los dirigentes. El hecho es más que perverso; difícilmente la protesta puede sobrevivir a las maniobras de los recuperadores infiltrados, pero nunca sobrevivirá a una versión cómic. La ideología ludista es la buena conciencia de las mentes infantilizadas bajo el espectáculo.
En la actual fase histórica y en la medida en que un proyecto contra el sistema dominante es concebible, recobrar la cultura como cultura animiciceroniana no significa dedicarse a una paciente erudición, o a una habilidosa cultura artesanal, o a una restitución militante de la memoria. Es ante todo práctica del sabotaje cultural inseparable de una crítica total de la dominación. La cultura murió hace tiempo y la sustituyó un sucedáneo burocrático e industrial. Por eso todo aquél que hable de cultura –o de arte, o de recuperación de la memoria histórica– sin referirse a la transformación revolucionaria de la vida social tiene en la boca un cadáver. Toda actividad en ese campo ha de inscribirse en un plan unitario de subversión total; por consiguiente toda creación será fundamentalmente destructiva. No ha de rehuir el conflicto, ha de plantearlo y permanecer en él.
Miquel Amorós