Pero ¿es que no es cultura de la muerte las invasiones yguerras provocadas por el mundo occidental? ¿No es cultura de la muerte laindustria armamentística? ¿No lo son los golpes de estado sangrientos y lacontinuidad consentida de esos regímenes? ¿No son acaso cultura de la muertelas ejecuciones de condenas que quitan la vida? ¿No te parece que también matanaunque no quitan la vida aquellas leyes que sojuzgan e impiden la libertad? ¿Noves cultura de la muerte en la moral de aquellas religiones que matan en estavida diciendo que la “verdadera” viene después de la vida? ¿No ves muerte en elenriquecimiento descontrolado en beneficio de unos pocos, a costa de ladestrucción del Planeta en nombre del “progreso”? ¿Es que no hay muerte en laextinción de especies tanto de flora como de fauna? ¿Es que no ves muerte en laespeculación de los mercados de alimentos que los encarecen y hacen que muerancientos de miles de seres humanos por hambre? ¿Es que no hay muerte ensociedades a las que no llegan las industrias farmacéuticas y sus marcas? Yo nosé tú, pero yo veo muerte evitable por todos sitios.
Una tarde-noche, llegué algo temprano a Valencia a unareunión sobre el esperanto. Estaba cerca de la catedral. Viejos recuerdos mevinieron a la mente cuando a mediados de los 60, cuando era estudiante enValencia, mi novia y yo, sentados en uno de aquellos bancos algo protegidos demiradas extrañas, nos dábamos los primeros besos “en serio”. Habíantranscurrido casi 50 años de ello, y lo reviví como si estuviera ocurriendo enesos momentos. Era la vida que empezaba entonces a abrirse paso.
Mis pasos oscilantes (sin rumbo) me llevaban a través deljardín evocado hacia la catedral, a unos cincuenta metros. Mi cuerpo se habíavuelto sensible. Tenía tiempo, no había prisa. Una gran alegría exenta denostalgia salía de mi interior a raudales. Vi la enorme puerta de la catedral,algo me llamaba y hacia allí dirigí mis pasos. Sinceramente hacía quizás más de30 años que no había estado en su interior. La última vez fui con mi padre. Lorecuerdo perfectamente.
Me fijé en el corazón de la virgen atravesado mientrassostenía el cuerpo inerte de su hijo. Vi a Jesús de Nazaret crucificado. SanLorenzo asado en una parrilla y San Sebastián acribillado a flechazos… En unosfrescos recién descubiertos, vi unas cabezas con alas de angelitos que elevabanal cielo ciertas almas. Un sacerdote anciano salía en esos momentos de unapuerta lateral y cruzó frente a mí por delante de un cuadro… Todo aquello erala muerte. Todo invitaba a pensar-sentir que aquello era la muerte y de soslayoaparecía el mensaje de esperanza de la “verdadera vida”.
Un sentimiento doble surgía desde mi interior, por una partesentía que la muerte no me importaba nada, por otra tenía la sensación de estarubicado en un lugar muy distinto al de aquellas personas. Te doy mi palabra queme sentía orgulloso. Me había costado sudor y lagrimas, me lo había trabajadoprofundamente, pero ahora estaba donde estaba y me sentía feliz, satisfecho.
Esa es la cultura de la muerte; la que nos dice perennementeaquello de “vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque nomuero” Precioso sentimiento poético-místico de Santa Teresa, pero que no eseso, no es eso. Hay que hacer como otros muchos poetas, escritores, pintores,escultores, artistas todos, hay que cantar a la vida. ¿Para cuando la culturade la vida?
Queridos seres humanos, ¿por qué no le damos caña a la ideade la muerte y nos centramos en la vida? ¡Démosle caña a la muerte! Decidfuerte conmigo; todos a la vez: ¡VIVA LA VIDA!
Juan-Lorenzodalescana@gmail.com Más artículos sobre Humanismo