Sobre la base de estudios realizados en Gran Bretaña, Chile, Hungría, Israel y Holanda, un equipo de trece miembros dirigido por el respetado sociólogo de Oxford John Goldthorpe llegó a la conclusión de que ya no es posible diferenciar fácilmente a la elite cultural de otros niveles más bajos en la correspondiente jerarquía mediante los signos que otrora eran eficaces: la asistencia regular a la ópera y a conciertos, el entusiasmo por todo lo que en algún momento se considere "arte elevado" y el hábito de contemplar con desprecio "lo común, desde las canciones pop hasta la televisión comercial". Ello no equivale a decir que ya no existan personas consideradas -en gran medida por ellas mismas- integrantes de una elite cultural: verdaderos amantes del arte, gente que sabe mejor que sus pares no tan cultivados de qué se trata la cultura, en qué consiste y qué se juzga comme il faut o comme il ne faut pas -apropiado o inapropiado- para un hombre o una mujer de cultura. Excepto que, a diferencia de aquellas elites culturales de la modernidad, ya no son "connoisseurs" en el sentido estricto de menospreciar el gusto del hombre común o el mal gusto de los ignorantes. Por el contrario, hoy resulta más apropiado calificarlos de "omnívoros", recurriendo al término acuñado por Richard A. Peterson, de la Vanderbilt University: en su repertorio de consumo cultural hay espacio para la ópera y también para el heavy metal y el punk, para el "arte elevado" y también para la televisión comercial, para Samuel Beckett y también para Terry Pratchett. Un mordisquito de esto, un bocado de aquello, hoy una cosa, mañana otra.
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Y sin embargo, como se lee en una obra de Pierre Bourdieu de hace apenas unas décadas, hubo un tiempo en que cada oferta artística estaba dirigida a una clase social específica, y sólo a esa clase, en tanto que era aceptada únicamente -o primordialmente- por esa clase. El triple efecto de aquellas ofertas artísticas -definición de clase, segregación de clase y manifestación de pertenencia a una clase- era, de acuerdo con Bourdieu, su esencial razón de ser, la más importante de sus funciones sociales, quizás incluso su objetivo oculto, si no declarado.
Según Bourdieu, las obras de arte destinadas al consumo estético indicaban, señalaban y protegían las divisiones entre clases, demarcando y fortificando legiblemente las fronteras que separaban unas de otras. A fin de trazar fronteras inequívocas y protegerlas con eficacia, todos los objets d'art, o al menos una significativa mayoría, debían estar destinados a conjuntos mutuamente excluyentes, cuyos contenidos no correspondía mezclar ni aprobar o poseer de forma simultánea. Lo que contaba no eran tanto sus contenidos o cualidades innatas como sus diferencias, su intolerancia mutua y la prohibición de conciliarlas, características erróneamente presentadas como manifestación de su resistencia innata e inmanente a las relaciones morganáticas. Había gustos de las elites -"alta cultura" por naturaleza-, gustos mediocres o "filisteos" típicos de la clase media y gustos "vulgares", venerados por las clases bajas: y mezclar esos gustos era más difícil que mezclar agua con fuego.
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En resumen, la cultura se manifestaba tal como la había descripto Oscar Wilde un siglo antes: "Quienes encuentran significados bellos en las cosas bellas son espíritus cultivados [.]. Son los elegidos, y para ellos las cosas bellas sólo significan belleza". "Los elegidos", es decir, los que cantan loas a aquellos valores que ellos mismos sostienen, al tiempo que se aseguran el triunfo en el concurso de canciones. Es inevitable que encuentren significados bellos en la belleza, ya que son ellos quienes deciden qué es la belleza; incluso antes de que comenzara la búsqueda de la belleza, quiénes si no los elegidos decidieron dónde buscarla (en la ópera y no en el music hall o en un puesto de feria; en las galerías y no en las paredes de la ciudad o en las reproducciones baratas que decoran las casas obreras y campesinas; en volúmenes con tapas de cuero y no en la gráfica del periódico o en otras publicaciones que se adquieren por centavos). Los elegidos no son elegidos en virtud de su percepción de lo bello, sino más bien en virtud de que la aserción "esto es bello" es vinculante precisamente porque la han pronunciado ellos y la han confirmado con sus acciones.
Sigmund Freud creía que el saber estético busca en vano la esencia, la naturaleza y las fuentes de la belleza, sus cualidades inmanentes, por así decir, y suele ocultar su ignorancia en un torrente de pronunciamientos pomposos, presuntuosos y en última instancia vacíos. "La belleza no tiene una utilidad evidente -decreta Freud-, ni es manifiesta su necesidad cultural, y sin embargo la cultura no podría vivir sin ella."
Pero por otra parte, tal como sugiere Bourdieu, la belleza tiene sus beneficios y hay una necesidad de que exista. Aunque los beneficios no son "desinteresados", como aseveraba Kant, son beneficios de todos modos, y si bien la necesidad no es necesariamente cultural, es social; y es muy probable que tanto los beneficios como la necesidad de distinguir entre belleza y fealdad, o entre delicadeza y vulgaridad, perduren mientras existan la necesidad y el deseo de distinguir la alta sociedad de la baja sociedad, así como al connoisseur de gustos refinados de quienes tienen mal gusto, de las vulgares masas, de la plebe y de la chusma...
Luego de considerar atentamente estas descripciones e interpretaciones, queda claro que la "cultura" (un conjunto de preferencias sugeridas, recomendadas e impuestas en virtud de su corrección, excelencia o belleza) era para los autores citados, en primer lugar y en definitiva, una fuerza "socialmente conservadora".
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Cuando fue publicado hace más de treinta años, La distinción de Bourdieu puso patas arriba el concepto original de "cultura" nacido con la Ilustración y luego transmitido de generación en generación. El significado de cultura que descubría, definía y documentaba Bourdieu estaba a una distancia remota del concepto de "cultura" tal como se lo había moldeado e introducido en el lenguaje corriente durante el tercer cuarto del siglo XVIII, casi al mismo tiempo que el concepto inglés de refinement y el alemán de Bildung.
De acuerdo con su concepto original, la "cultura" no debía ser una preservación del statu quo sino un agente de cambio; más precisamente, un instrumento de navegación para guiar la evolución social hacia una condición humana universal.
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De la palabra "cultura" se infería un acuerdo planeado y esperado entre quienes poseían el conocimiento (o al menos estaban seguros de poseerlo) y los incultos (llamados así por sus entusiastas aspirantes a educadores); un contrato, vale aclarar, provisto de una sola firma, endosado de forma unilateral y puesto en marcha bajo la exclusiva dirección de la flamante "clase instruida", que reivindicaba su derecho a moldear el orden "nuevo y mejor" sobre las cenizas del Ancien Régime.
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La perspectiva de colonizar dominios lejanos demostró ser un potente estímulo para la idea iluminista de la cultura y dotó la misión proselitista de una dimensión completamente nueva que abarcaba en potencia al mundo entero. En exacto reflejo de la idea de "ilustración del pueblo" se forjó el concepto de la "misión del hombre blanco", que consistía en "salvar al salvaje de su barbarie". Pronto estos conceptos serían dotados de un comentario teórico en la forma de una teoría evolucionista de la cultura, que elevaba el mundo "desarrollado" al estatus de incuestionable perfección, que tarde o temprano habría de ser imitada o deseada por el resto del planeta. En aras de esta meta era preciso ayudar activamente al resto del mundo, coaccionándolo en caso de que opusiera resistencia. La teoría evolucionista de la cultura adjudicaba a la sociedad "desarrollada" la función de convertir a todos los habitantes del planeta. Todas sus futuras empresas e iniciativas se reducían al papel que estaba destinada a desempeñar la elite instruida de la metrópoli colonial frente a su propio "populacho" metropolitano.
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Esa pérdida de posición fue el resultado de una serie de procesos que estaban transformando la modernidad, llevándola de su fase "sólida" a su fase "líquida". Uso aquí el término "modernidad líquida" para la forma actual de la condición moderna, que otros autores denominan "posmodernidad", "modernidad tardía", "segunda" o "híper" modernidad. Esta modernidad se vuelve "líquida" en el transcurso de una "modernización" obsesiva y compulsiva que se propulsa e intensifica a sí misma, como resultado de la cual, a la manera del líquido -de ahí la elección del término-, ninguna de las etapas consecutivas de la vida social puede mantener su forma durante un tiempo prolongado. La "disolución de todo lo sólido" ha sido la característica innata y definitoria de la forma moderna de vida desde el comienzo, pero hoy, a diferencia de ayer, las formas disueltas no han de ser remplazadas -ni son remplazadas- por otras sólidas a las que se juzgue "mejoradas", en el sentido de ser más sólidas y "permanentes" que las anteriores, y en consecuencia aún más resistentes a la disolución. En lugar de las formas en proceso de disolución, y por lo tanto no permanentes, vienen otras que no son menos -si es que no son más- susceptibles a la disolución y por ende igualmente desprovistas de permanencia.
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Puede decirse que la cultura de la modernidad líquida (y más en particular, aunque no de forma exclusiva, su esfera artística) se corresponde bien con la libertad individual de elección, y que su función consiste en asegurar que la elección sea y continúe siendo una necesidad y un deber ineludible de la vida, en tanto que la responsabilidad por la elección y sus consecuencias queda donde la ha situado la condición humana de la modernidad líquida: sobre los hombros del individuo, ahora designado gerente general y único ejecutor de su "política de vida".
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La modernidad líquida es una arena donde se libra una constante batalla a muerte contra todo tipo de paradigmas, y en efecto contra todos los dispositivos homeostáticos que sirven a la rutina y al conformismo, es decir que imponen la monotonía y mantienen la predictibilidad. Ello se aplica tanto al concepto paradigmático heredado de cultura como a la cultura en sentido amplio (es decir, la suma total de los productos artificiales o el "excedente de la naturaleza" hecho por el ser humano), que aquel concepto intentó captar, asimilar intelectualmente y volver inteligible.
Hoy la cultura no consiste en prohibiciones sino en ofertas, no consiste en normas sino en propuestas. Tal como señaló antes Bourdieu, la cultura hoy se ocupa de ofrecer tentaciones y establecer atracciones, con seducción y señuelos en lugar de reglamentos, con relaciones públicas en lugar de supervisión policial: produciendo, sembrando y plantando nuevos deseos y necesidades en lugar de imponer el deber. Si hay algo en relación con lo cual la cultura de hoy cumple la función de un homeostato, no es la conservación del estado presente sino la abrumadora demanda de cambio constante (aun cuando, a diferencia de la fase iluminista, se trata de un cambio sin dirección, o bien en una dirección que no se establece de antemano). Podría decirse que sirve no tanto a las estratificaciones y divisiones de la sociedad como al mercado de consumo orientado por la renovación de existencias.
La nuestra es una sociedad de consumo: en ella la cultura, al igual que el resto del mundo experimentado por los consumidores, se manifiesta como un depósito de bienes concebidos para el consumo, todos ellos en competencia por la atención insoportablemente fugaz y distraída de los potenciales clientes, empeñándose en captar esa atención más allá del pestañeo. Tal como señalamos al comienzo, la eliminación de las normas rígidas y excesivamente puntillosas, la aceptación de todos los gustos con imparcialidad y sin preferencia inequívoca, la "flexibilidad" de preferencias (el actual nombre políticamente correcto para el carácter irresoluto), así como las elecciones transitorias e inconsecuentes, constituyen la estrategia que se recomienda ahora como la más sensata y correcta. Hoy la insignia de pertenencia a una elite cultural es la máxima tolerancia y la mínima quisquillosidad. El esnobismo cultural consiste en negar ostentosamente el esnobismo. El principio del elitismo cultural es la cualidad omnívora: sentirse como en casa en todo entorno cultural, sin considerar ninguno como el propio, y mucho menos el único propio.
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...si los artistas ya no tienen a su cargo tareas grandiosas y trascendentes, si sus creaciones no sirven a otro propósito que brindar fama y fortuna a unos pocos elegidos, además de entretener y complacer personalmente a sus receptores, ¿cómo han de ser juzgados si no es por el bombo publicitario que acaso reciben en un momento dado? Tal como sintetizó diestramente Marshall McLuhan esta situación, "el arte es cualquier cosa que permita a uno salirse con la suya". O tal como Damien Hirst -actual niño mimado de las más elegantes galerías londinenses y de quienes pueden darse el lujo de ser sus clientes- admitió cándidamente al recibir el Premio Turner, prestigioso galardón británico de arte: "Es asombroso lo mucho que se puede hacer con un promedio escolar regular en artes, una imaginación retorcida y una sierra".
Las fuerzas que impulsan la transformación gradual del concepto de "cultura" en su encarnación moderna líquida son las mismas que contribuyen a liberar los mercados de sus limitaciones no económicas: principalmente sociales, políticas y étnicas. La economía de la modernidad líquida, orientada al consumo, se basa en el excedente y el rápido envejecimiento de sus ofertas, cuyos poderes de seducción se marchitan de forma prematura. Puesto que resulta imposible saber de antemano cuáles de los bienes ofrecidos lograrán tentar a los consumidores, y así despertar su deseo, sólo se puede separar la realidad de las ilusiones multiplicando los intentos y cometiendo errores costosos. El suministro perpetuo de ofertas siempre nuevas es imperativo para incrementar la renovación de las mercancías, acortando los intervalos entre la adquisición y el desecho a fin de reemplazarlas por bienes "nuevos y mejores". Y también es imperativo para evitar que los reiterados desencantos de bienes específicos lleven a desencantar por completo esa vida pintada con los colores del frenesí consumista sobre el lienzo de las redes comerciales.
La cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo, con productos que se ofrecen a personas que han sido convertidas en clientes. Tal como ocurre en las otras secciones de esta megatienda, los estantes rebosan de atracciones que cambian a diario, y los mostradores están festoneados con las últimas promociones, que se esfumarán de forma tan instantánea como las novedades envejecidas que publicitan. Los bienes exhibidos en los estantes, así como los anuncios de los mostradores, están calculados para despertar antojos irreprimibles, aunque momentáneos por naturaleza (tal como lo enunció George Steiner, "hechos para el máximo impacto y la obsolescencia instantánea"). Tanto los mercaderes de los bienes como los autores de los anuncios combinan el arte de la seducción con el irreprimible deseo que sienten los potenciales clientes de despertar la admiración de sus pares y disfrutar de una sensación de superioridad.
Para sintetizar, la cultura de la modernidad líquida ya no tiene un "populacho" que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir. En contraste con la ilustración y el ennoblecimiento, la seducción no es una tarea única, que se lleva a cabo de una vez y para siempre, sino una actividad que se prolonga de forma indefinida. La función de la cultura no consiste en satisfacer necesidades existentes sino en crear necesidades nuevas, mientras se mantienen aquellas que ya están afianzadas o permanentemente insatisfechas. El objetivo principal de la cultura es evitar el sentimiento de satisfacción en sus ex súbditos y pupilos, hoy transformados en clientes, y en particular contrarrestar su perfecta, completa y definitiva gratificación, que no dejaría espacio para nuevos antojos y necesidades que satisfacer.
“Zygmunt Bauman: la cultura en la era del consumo”
ZYGMUNT BAUMAN
Traducción de LILIA MOSCONI
(la nación, 30.08.13)