Hoy paseando por las calles de Avignon presencié una escena deliciosa que me hizo sonreír todo el camino de vuelta a casa: en uno de los pequeños callejones del centro encontré bien escondidito a un barrendero que, con cara de pícaro, abría unas cartas que alguien había tirado al suelo y pisoteado.
Quizás fue su cara de chiquillo que sabe que está haciendo una travesura, quizás lo casual y aleatorio de la escena; el caso es que si hubiera podido habría sacado una foto para recordarme siempre que si hay algo que hace a los hombres iguales, es la curiosidad.
Y es que, en el fondo, ninguno de nosotros dejamos nunca de ser niños. Y menos mal.