En ocasiones me pregunto de dónde proceden las historias, y no tengo una respuesta clara. Mira, por una parte, sí que lo sé, porque siempre he vivido una vida de espía. Lo cuento en Una historia de amor y oscuridad. Yo escucho conversaciones ajenas, observo a personas desconocidas y, si estoy en la cola del ambulatorio, en una estación de tren o en un aeropuerto, jamás leo un periódico. En vez de eso, escucho hablar a la gente, robo fragmentos de conversaciones y los completo. O bien observo la ropa o los zapatos —los zapatos siempre me cuentan muchas cosas—. Observo a la gente. Escucho.
Mi vecino de Hulda, Meir Sibahi, decía: Cada vez que paso por delante de la ventana de la habitación en la que escribe Amos, me detengo un momento, saco el peine y me peino, porque si entro en un relato de Amos, quiero hacerlo bien peinado. Es muy lógico, pero en mi caso no funciona así. Tomemos como ejemplo una manzana. ¿De qué está hecha una manzana? Agua, tierra, sol, árbol y un poco de estiércol. Pero ella no se parece a ninguno de esos elementos. Está hecha de ellos, pero no se parece a ellos. Así es un relato, está hecho de una suma de encuentros, experiencias y escuchas atentas.
Lo primero que me impulsa es el deseo de adivinar qué sentiría yo si fuese él, que sentiría yo si fuese ella: ¿Qué pensaría? ¿Qué querría? ¿De qué me avergonzaría? ¿Qué sería, por ejemplo, importante para mí que nadie en el mundo supiera de mí? ¿Qué ropa me pondría? ¿Qué comería? Eso siempre me ha acompañado, incluso antes de comenzar a escribir historias, desde la infancia.. Era hijo único y no tenía amigos. Mis padres me llevaban a un café de la calle Ben Yehuda de Jerusalén, y me prometían un helado si permanecía callado mientras ellos hablaban con sus amigos. Y por entonces un helado era algo muy poco habitual en Jerusalén. No porque costara mucho dinero, sino porque nuestras madres, sin excepción, devotas y laicas, sefardíes y asquenazíes, creían sin el menor atisbo de duda que un helado significaba irritación de garganta, y que irritación significa inflamación, y la inflamación, gripe, y la gripe, anginas, y las anginas, bronquitis, y la bronquitis, pulmonía, y la pulmonía, tuberculosis. En resumen, o helado o niño. Pero, a pesar de todo, me prometían que me comprarían un helado si no les molestaba mientras conversaban. Y se la pasaban hablando miles de horas sin parar. Yo, para no volverme loco con tanta soledad, sencillamente me dedicaba a espiar las mesas cercanas. Robaba fragmentos de conversaciones, observaba, ¿quién pedía qué?, ¿quién pagaba? Intentaba adivinar qué relación había entre las personas de la mesa de al lado, e imaginar, por su aspecto, por su lenguaje corporal, de dónde procedía, cómo era su casa. Eso lo sigo haciendo hoy en día. Pero no es que fotografíe, vuelva a casa, revele la foto y tenga una historia. En el proceso hay montones de transformaciones. Por ejemplo, en La caja negra hay un chico que tiene la costumbre de rascarse la oreja derecha pasando el brazo izquierdo por detrás de la cabeza. Le dije que estaba casi seguro de haberlo visto alguna vez y se me quedó grabado, pero ¿dónde lo vi? Me vas a matar, no lo sé. Procede de algún recuerdo olvidado; no salió de la nada, pero no sé de dónde.
Sabes qué, te lo diré de este modo: cuando escribo un artículo, normalmente lo hago porque estoy enfadado. La primera fuerza motora es el sentimiento de enojo. Pero cuando escribo un relato, una de las cosas que mueve mi mano es la curiosidad. Una curiosidad tal que me resulta imposible saciarla. Me produce muchísima curiosidad meterme en la piel de los demás. Y considero que la curiosidad no es solo una condición indispensable para cualquier trabajo intelectual, sino también una cualidad moral. Es, tal vez, la dimensión moral de la literatura.
Mantengo una discusión al respecto con A.B. Yehoshúa, que sitúa la cuestión moral al frente de la obra literaria: crimen y castigo. Yo creo que tiene una dimensión moral en otro sentido: ponerte a ti mismo por unas horas en la piel de otra persona. Eso tiene un peso moral relativo, no demasiado grande, tampoco hay que exagerar. Pero yo realmente creo que alguien curioso es mejor pareja que alguien que no lo es, al menos un poco mejor, y también es mejor padre. No te rías de mí, pero creo que alguien curioso es mejor conductor en la carretera que alguien que no lo es, porque se pregunta lo que el conductor del otro carril es capaz de hacer de repente. Creo que alguien con curiosidad también es mucho mejor amante que alguien que no lo es.
Amos Oz
¿De qué está hecha una manzana?
Conversaciones con Shira Hadad
Editorial: Siruela
Traducción: Raquel García Lozano
Foto: Amos Oz