Todo se basaba en un precio del dinero bastante barato (gracias a una política monetaria muy laxa por parte de la Reserva Federalestadounidense) y un mercado inmobiliario en fuerte expansión (en el que cualquiera podía comprar y vender una vivienda obteniendo gran rentabilidad, tanto para el banco acreedor como para el prestatario insolvente: la llamada burbuja inmobiliaria). Es oportuno recordar que el quebranto se produjo inicialmente por el negocio especulativo de carácter privado de tales agencias y bancos, cuyo endeudamiento, con el que alimentaban la especulación, endosaron al sector público en forma de deuda pública que los gobiernos tuvieron que afrontar con el dinero de los contribuyentes, a través de políticas restrictivas del gasto, austeridad presupuestaria y demás recortes en programas sociales y servicios provistos por el Estado de Bienestar. Al final, como se sabe, la crisis la han pagado los ciudadanos, que todavía continúan soportando las consecuencias económicas, laborales y políticas de una estafa inmensa de la que eran ajenos y de la que, en todo caso, fueron simplemente víctimas.
El colapso de los mercados financieros rápidamente provocó el hundimiento de amplios sectores de la economía, la quiebra de numerosas empresas por falta de financiación, el incremento vertiginoso del número de personas sin empleo y una caída drástica del consumo y de la actividad económica en numerosos países, pero de manera especial en España, por la debilidad de su mercado laboral. Pero si graves fueron las consecuencias directas de la crisis, más dañinas aún fueron las derivadas de las políticas implementadas por los gobiernos (socialista y conservador) por “ganarse” la confianza de los mercados y el beneplácito de los “guardianes” del sistema económico capitalista en el que nos desenvolvemos (FMI, Banco Mundial y Organización Mundial del Comercio), representados en la Unión Europeapor Angela Merkel, que vela por los intereses de una Alemania que es la gran acreedora de Europa (la famosa “locomotora” económica del Continente). Es por ello que Bruselas ha “recomendado” insistentemente en priorizar el pago de la deuda frente a la prestación de servicios públicos a la población, obligando incluso que se reconociera así en la Constitución, la única reforma de la Carta Magna que se ha hecho en cuestión de semanas. Y ante la caída de los ingresos, los gobiernos, con buena o peor gana, decidieron actuar sobre los gastos, reduciéndolos todo lo posible y más mediante recortes a mansalva, una austeridad a rajatabla y una merma en derechos y libertades como nunca antes se había producido en la historia democrática de nuestro país.
Sin embargo, mientras se escatimaban ayudas a los más necesitados y perjudicados por la crisis, se socorría a los bancos y se apuntalaba el sistema financiero y bancario, aparte de favorecer a los acaudalados inmersos incluso en delitos, mediante rescates, bonificaciones y amnistías fiscales. De esta forma, se trasladaba todo el esfuerzo para la resolución de la crisis a las familias de rentas medias y bajas y a la clase trabajadora, las únicas que en este país han soportado los sacrificios exigidos por la avaricia de unos especuladores que no sólo se han ido de rositas, sino que han sido protegidos por el poder político, en connivencia con el económico y financiero.
Y hoy, al cabo de diez años, gracias a reformas laborales y una austeridad suicida, nos han impuesto que se trabaje más, en peores condiciones y por menos salario, sin ninguna estabilidad en el empleo, mientras los ricos son más ricos y las empresas y bancos son más poderosos y fuertes. Se ha devaluado intencionadamente el mercado laboral pero se ha fortalecido el capital y el sistema financiero, para satisfacción de los mercaderes y los apóstoles del neoliberalismo económico. Ahora, gracias a condiciones coyunturales favorables por el abaratamiento de las energías (petróleo), la ayuda temporal del Banco Central Europeo para financiar deuda y un mercado exterior más activo que el nuestro, parece que superamos la crisis y que la recuperación se perciba en las grades cifras macroeconómicas. No obstante, nada de lo anterior permite que los trabajadores y clases medias sigan sin verla reflejada en sus nóminas, sus condiciones laborales ni en su calidad de vida. Los grandes damnificados de la crisis siguen instalados en la precariedad y con sus derechos mermados, sin que puedan albergar, según advierte el Gobierno (continuar y profundizar las “reformas”), ninguna esperanza de mejora, por muchos turistas que vengan este verano a nuestras playas y muchos contratos temporales permitan la ilusión de una real recuperación. Y es que las nuevas condiciones laborales, que han laminado el estatuto de los trabajadores y los convenios colectivos, han venido para quedarse porque conviene a los que se forran con la pobreza de los trabajadores y las dificultades de los desfavorecidos. Así de claro.