La hegemonía española en el mundo duró unos dos siglos y medio, la británica sólo llegó a dos y la estadounidense declina antes de siglo y medio, como se observa en la debilidad de Barack Obama ante el ruso Vladimir Putin, la economía china y sus propios compatriotas republicanos.
Hace una década, cuando George W. Bush decidió invadir Irak lo apoyaron unos cuarenta países, entre ellos España.
Ahora, cuando Obama se proponía destruir sin conquista territorial las fábricas de armas químicas del dictador Bashar al-Asad, usadas supuestamente en la guerra civil del país, la mayoría de países influyentes rechazaron el ataque.
Y sorpresivamente Putin apareció como adalid de la paz con su plan de desarme acordado con el régimen sirio.
Putin, el presidente y primer ministro que respondió implacablemente a las revueltas chechenas, el presunto implicado en el asesinato de sus opositores, el que crea leyes represivas contra disidentes y homosexuales, se revelaba al mundo como un hombre de paz frente al belicoso Premio Nobel de la Paz.
La mayoría de los aliados de EE.UU. prefiere Al-Asad a sus enemigos, crecientemente dominados por fanáticos yihadistas, aceptando así la idea del líder ruso de que vale más malo conocido que peor aún por conocer.
Aunque Obama busca compensación con posibles acuerdos con el Irán de los ayatolás chiítas, tras 35 años de rechazo mutuo, lo que le provocará una crisis con su aliada sunita, la Arabia Saudí.
Mientras, en el Pacífico, se agiganta China convertida en banquero de EE.UU., y quien presta manda en el deudor. Sin el comunismo chino el capitalismo estadounidense se derrumbaría, algo que nadie podría imaginar hace dos décadas.
Dentro de su país Obama sufre la paralización de su gobierno y su posible bancarrora, derrotado por los republicanos, opuestos a su ya debilitada reforma sanitaria.
Desde hace años, pero ahora con mayores motivos, el vacilante poderío militar, económico y moral de EE.UU. recuerda el inicio de la decadencia de los imperios.
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SALAS