«Vine al mundo con el cometa Halley en 1835. Vuelve de nuevo el próximo año, y espero marcharme con él. Será la mayor desilusión de mi vida si no me voy con el cometa Halley. El Todopoderoso ha dicho, sin duda: 'Ahora están aquí estos dos fenómenos inexplicables; vinieron juntos, juntos deben partir'. ¡Ah! Lo espero con impaciencia».Esperaba con impaciencia Mark Twain, según rezan estas palabras suyas que tomo prestadas de la Wikipedia y esta a su vez de la biografía que del autor escribiera Albert Bigelow Paine, el fin de sus días y su deseo de coincidencia entre su órbita vital y la del ilustre cometa se cumplió efectivamente en 1910. Tal vez su declarada impaciencia estuviera motivada por la depresión que lo asoló, no sé si causada o acrecentada por la muerte de varios de sus seres queridos, en sus últimos años, pero hasta aquel entonces, bien puede decirse que el escritor estadounidense llevó una vida de lo más plena.
El autor fue periodista, conferenciante, viajero, amante de la ciencia y la tecnología, desastre en las finanzas, defensor de derechos civiles como el abolicionismo y el sufragio femenino, pero si por algo ha trascendido Samuel Langhorne Clemens, que debe el seudónimo con el que ha pasado a la historia a su breve etapa como piloto fluvial, es por su faceta de escritor. Si bien novelas como Las aventuras de Tom Sawyer, Las aventuras de Huckleberry Finn o El príncipe y el mendigo son sobradamente conocidas por todos, es bien probable que sus obras más breves no gocen de la misma popularidad. Pues bien, es de estas precisamente de las que me dispongo a hablar o, más bien, en palabras del sello editorial que edita el libro que os traigo hoy, de las mejores de entre todas ellas.
Así se dirigió en una ocasión Mark Twain a sus contertulios en el Club de Historiadores y Anticuarios de Hartford, del que también era miembro, y así comienza el brevísimo ensayo que abre este libro con el que comparte título. Continuará más adelante de la siguiente manera:«Observen bien, no pretendo insinuar que la costumbre de mentir haya sufrido decadencia o interrupción algunas..., no. Y es que la mentira, en tanto virtud y principio, es eterna; la mentira, en tanto recreación, consuelo y protección en tiempos de necesidad, la Cuarta Gracia, la Décima Masa, la mejor y más fiel amiga del hombre, es inmortal, y no desaparecerá de la faz de la Tierra mientras exista este club.
Mi disertación se refiere únicamente a la decadencia del arte de mentir. Ningún hombre de principios, ninguna persona honrada, puede ser testigo de la forma de mentir torpe y descuidada de la época presente, sin condolerse de ver tan noble arte así prostituido».
«La mentira es universal... Todos mentimos; todos tenemos que hacerlo. Por tanto, lo inteligente es educarnos con esmero para que mintamos de manera juiciosa y considerada; para que mintamos con un buen propósito y no con uno pérfido; para que mintamos en beneficio de los demás y no en el nuestro; para que nuestras mentiras sean balsámicas, caritativas y humanitarias, y no crueles, letales o maliciosas; para que mintamos de manera agradable y simpática, no torpe y estúpida; para que mintamos con decisión, franqueza y desfachatez, con la cabeza alta, sin vacilaciones ni torturas, sin actitudes pusilánimes, como si nos avergonzara el gran deber que tenemos de hacerlo. Sólo así nos desharemos de la verdad hedionda y pestilente que está corroyendo la Tierra; sólo así seremos valiosos, buenos y bellos, habitantes meritorios de un mundo incluso en el que la naturaleza benigna suele mentir, excepto cuando promete buen tiempo. Sólo entonces..., pero no soy más que un humilde aprendiz de este arte gracioso, y no soy quién para instruir a los veteranos miembros de este club».
Mark Twain, New York 1907. Fotografía de A. F. Bradley
Queda patente con estas dos muestras nos solo el ingenio sino también la firmeza y claridad en la exposición de ideas y la vehemencia y falta de pelos en la lengua de los que hacía gala Mark Twain, todo ello aderezado por el sarcasmo e ironía como estandarte y el sentido del humor como bandera que son indiscutiblemente marca de la casa del autor.A esta primera obra le siguen dos cuentos complementarios entre sí titulados El cuento del niño bueno y El cuento del niño malo y un tercero que lleva por título Edward Mills y George Benton: una historia, que pareciera ser una amalgama de los dos que lo preceden. En ellos Mark Twain se burla y se despacha a gusto contra los cuentos moralistas de la época que pretendían adoctrinar en las buenas acciones desde muy corta edad.
Las tres narraciones que constituyen Tres historias que muestran ejemplos de magnanimidad, relatos con los que continúa este libro, siguen la estela de mordaz crítica de los anteriores. Al igual que cuando reivindicaba en el primer texto el noble arte de mentir, el escritor estadounidense no pretende con estos cuentos alabar lo que se consideran malas acciones, sino que aboga por realizar las tenidas por buenas con buen juicio y sentido común.
El volumen se completa con el magnífico relato El hombre que corrompió Hadleyburg y con la curiosa a la par que interesante Cartas desde la Tierra, que copan entre las dos la práctica totalidad de este libro y que son en las que más me voy a detener, no por su extensión, sino porque me parecen las más destacables.
Cartas desde la Tierra es una especie de ensayo que se publicó por primera vez más de cincuenta años después de la muerte de su autor. Su título hace referencia a las once cartas que Satán, ángel caído, escribe a sus excompañeros el ángel Gabriel y el ángel Miguel desde la Tierra. En ellas describe atónito la peculiar relación que el hombre mantiene con Dios. Relata su particular visión del génesis con Adán y Eva y el pecado original, el diluvio y el arca de Noé, y la destrucción y ensañamiento con el pueblo madianita. Satán asiste incrédulo a cómo el hombre cree en un Cielo que deja fuera cualquier contacto sexual y cuyas diversiones al hombre en la Tierra no le resultan para nada atractivas. Alucina al descubrir que el hombre se siente creado a imagen y semejanza de Dios mientras él da por seguro que para el Creador su obra más preciada es la mosca, esa transmisora de enfermedades que tanto cuidó para que no faltara en el arca y que junto a multitud de especies de patógenos tanto incomodó durante el diluvio a Noé y su familia. La enfermedad, que se ceba especialmente en los más desfavorecidos, es la forma que tiene ese Dios celoso de asegurarse ser el único al que adorar e implorar para luego, en caso de descubrimiento de cura para la dolencia en cuestión, llevarse todos los méritos. Me ha sorprendido mucho cuando, o más bien cómo, el autor por boca de Satán hace referencia a las diferencias en la sexualidad entre hombres y mujeres. No creo que Mark Twain haya pretendido con este texto atacar a Dios ni negar su existencia, sino que más bien su crítica se ceba en las religiones, en concreto en el cristianismo, y por ende en el hombre, que es el creador, a saber a imagen y semejanza de qué, de las mismas. Como declara Satán: «Mucha de esta gente posee la facultad de razonar, pero nadie la usa en cuestiones religiosas».
Ataque indio en New Ulm, Minnesota, agosto de 1962. Fuente: Wellcome Images
En cuanto a El hombre que corrompió Hadleyburg, es sin duda mi texto favorito de este libro y por eso he querido dejarlo para el final. En este genial relato Mark Twain, con la excusa de narrarnos la perpetración de una venganza, nos cuenta en realidad el desmoronamiento de una ciudad cuyos cimientos, creídos tan sólidos, son tan huecos como las mentes de aquellos que los idearon y sustentaron.
Hadleyburg presume de ser la ciudad más honrada y austera de la región, y por ello es, más que respetada, envidiada por todas las poblaciones cercanas. Desde niños los habitantes de Hadleyburg son víctimas de un «permanente adiestramiento, adiestramiento, más adiestramiento en materia de honradez..., de honradez protegida desde la propia cuna contra toda clase de tentaciones y, por lo tanto, honradez artificial y débil como el agua al llegar la tentación». «¿No comprenden ustedes, seres simplones, que la más débil de todas las cosas débiles es la virtud que no ha sido probada a fuego?», dan ganas de vociferarles. Por lo tanto, pocos son, cuando llegan a adultos, los que ven, y menos aún los que se atreven a proclamar, cómo es realmente Hadleyburg: «honrada y mezquina, austera y tacaña».
Un forastero tuvo hace años la oportunidad de experimentar en propias carnes la mezquindad y no sé si tacañería de la ciudad de Hadleyburg. Fue gravemente ofendido; ofensa de la que Mark Twain no nos hace partícipes pero que debió de ser de la suficiente envergadura como para hacer desear la venganza no ya individual de los ofensores sino de la ciudad que les dio pábulo. Y al ofendido en cuestión no se le ocurre mejor manera de infringir dolor a esa ciudad que idear y llevar a cabo con fría calma una estratagema para socavar aquello de lo que Hadleyburg se siente más orgullosa. ¿Su honradez, podéis pensar? seguro. ¿Su austeridad? también. Pero ante y sobre todo y lo que es lo mismo: su vanidad.
Seremos testigos de lujo del desarrollo de esa venganza y disfrutaremos de momentos de gran hilaridad. Mark Twain, además, no muestra magnanimidad alguna para con sus personajes y no se conforma con alcanzar el culmen del resarcimiento y revancha, sino que aún nos tiene preparado un delicioso postre tras su apetitoso menú; y es que Hadleyburg, antes ejemplo de honradez y ahora ultrajada y corrupta, «debía aprender que el pecado provoca nuevos terrores auténticos, cuando hay una posibilidad de que se descubra. Esto le da un aspecto nuevo, y más concreto e imponente».
Comencé leyendo El hombre que corrompió Hadleyburg como si viera un clásico del cine y lo terminé sintiendo que asistía a una soberbia representación teatral. Me ha parecido un relato brillante, de esos que dejan impronta, como lo es la estela del cometa que acompañó a su autor en la llegada y despedida de este mundo, como lo es el propio Mark Twain dentro de la literatura universal, solo que, en el caso de este inexplicable fenómeno literario, no es necesario esperar un promedio de 75 años para su avistamiento, su obra está disponible para, cada vez que nos apetezca, leerla y hacer que vuelva a brillar.
Escena de El Mikado, de Gilbert y Sullivan. The Victrola book of the opera. Fotografía de Internet Archive Books Images.
Ficha del libro:
Título: La decadencia del arte de mentir
Autor: Mark Twain
Traductora: Carlota Martín Aparicio
Editorial: Eneida
Año de publicación: 2011
Nº de páginas: 210
ISBN: 978-84-92491-86-5
Os dejo enlaces de acceso a la Biblioteca Virtual Universal con dos de las obras comentadas en esta reseña:
Cartas desde la Tierra
El hombre que corrompió Hadleyburg
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