La deriva juancarlista

Publicado el 04 agosto 2020 por Abel Ros

La huida del Rey emérito a la República Dominicana calma pero no acalla las bocas contra la Corona. Contra una Corona agrietada por los escándalos familiares. Escándalos por el caso Nóos, Corina y los elefantes de Botsuana. Y escándalos por el supuesto cobro de comisiones. Comisiones, al parecer, procedentes de la adjudicación del AVE a la Meca. Estos escándalos hay que enmarcarlos dentro de una amalgama de supuestas infidelidades y comportamientos alejados de la buena praxis monárquica. El exilio de don Juan Carlos contrasta con la trascendencia histórica de su figura. Una figura que puso en valor la Transición Democrática, plantó cara al Golpe de Estado de 1981. Se enfrentó a Hugo Chávez y supo abdicar en el momento adecuado. Durante décadas, el juancarlismo fue sinónimo de coraje, luces largas y cohesión nacional. Tanto que su figura fue respetada por el cuarto poder y la opinión pública.

El paso de los años, y el relevo generacional, ha enturbiado la figura del Rey emérito. Una figura deteriorada que se convierte en un lastre para la monarquía. Y en una mochila, cargada de piedras, que mancha la honorabilidad de su hijo y levanta las ampollas de los ecos republicanos. Tales ecos cuestionan el traspaso genético del poder, el coste social de la Corona y el papel de la misma en pleno siglo XXI. Un papel simbólico, innecesario, y representativo que contrasta con los principios del Estado democrático. Con los principios, como les digo, de la soberanía popular, el sufragio universal y las voces de la Revolución Francesa. La Monarquía Parlamentaria como forma de Estado supone un encaje de bolillos entre lo antiguo y lo moderno. Un encaje entre el poder heredado - vacío y simbólico - y el poder conquistado - lleno y representativo -. Este encaje antinatura ha resistido el paso del tiempo. Y lo ha resistido por el respeto social al artífice de la Transición. Un artífice que institucionalizó la compatibilidad entre su interés particular - la monarquía - y el general - el parlamentarismo -.

La deriva del juancarlismo pone en jaque el reinado de Felipe. Un reinado, amparado por la Constitución y, sujeto a la crítica de las brisas republicanas. Brisas, cada vez más fuertes, que claman la convocatoria de un referéndum acerca de la monarquía. Un referéndum que legitime, en términos sociales, a la Corona. Y un referéndum que sirva para consolidar, o no, la Monarquía Parlamentaria como forma de Estado. Una forma de Estado blindada, incuestionable y eterna. Así las cosas, nuestra Constitución se convierte en un lastre para el progreso. Un lastre, por su rigidez, ante los nuevos retos institucionales de las nuevas generaciones. No es bueno, para la salud del Estado Democrático, que su Estado de Derecho se asiente sobre cimientos retrógrados. La huida de Rey emérito escenifica, de alguna manera, el final del juancarlismo. La huida pone en valor la crisis del concepto de monarquía. Un concepto, de los tiempos pretéritos, difícil de encajar en las democracias avanzadas.

Por Abel Ros, el 4 agosto 2020

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