La desfraternidad, por Rafael López

Publicado el 07 marzo 2021 por Habitalia

Rafael López es miembro de la GLE

A veces, en realidad casi siempre, pienso que el estado mental es como el clima, unos días se levanta nublado y otros despejado, pero, con ser importantes, no son los días nítidos los que más me interesan, son los días esos en los que tras asomarte a la ventana y mirar el tiempo, nublado, tormentoso, desapacible, y analizar los indicios, viento del norte, nubes bajas, sentencias: "En un rato va a estar despejado", con toda la convicción del mundo mientras ves cómo te miran, con incredulidad irónica, con escepticismo humillante, con conmiseración denigrante.

Ya llevo unos cuantos días, tal vez meses, de días mentales nublados, en los que me esfuerzo en intentar ver esos indicios que me permitan anunciar un próximo claro, y no acabo de percibirlos. El tiempo masónico sigue empecinado en no darnos una tregua soleada, y día tras día se pronostica más lluvia, más crítica, más desunión, más confrontación y más hechos de personajes que lo único que tienen en común con la masonería especulativa es que tienen su número de adscripción a alguna de las obediencias.

Yo no dudo que en países de rancia tradición masónica, y el nuestro claramente no lo es, puedan mantenerse ciertas posturas de corte elitista, casi diría nacionalista, sin que la masonería se resienta. Yo no dudo, aunque la realidad debería hacérmelo dudar, de que en la masonería de países que cuentan sus miembros por decenas de miles se puedan poner puertas al campo, puertas que, por otro lado, siempre dejan entornadas.

Pero en España, donde somos pocos y mal avenidos, donde el principal rito practicado es el cainita, no solo en la masonería, las puertas no se entornan, se cierran con portazo, y si es posible, con alguna nariz en el trayecto. No, aquí somos, o presumimos de ser, más ingleses que los ingleses, más franceses que los franceses, y más regulares, irregulares o contrarregulares que los mismos fundadores de la masonería. ¡Pues menudos somos!

Así que en este santo país, santo por la paciencia de los que observamos con pasmo, somos capaces de reclamar el adogmatismo desde u n dogmatismo furibundo, descalificante, cercenante, insultante, político, religioso, masónico (que de todos ellos han visto estos ojos que algún día dejarán de ver, por esas logias de nuestras entretelas).

Y es tal la cantidad de adogmáticos dogmatismos de los que se hace gala, de adogmáticos dogmatismos desde los que los predicadores de las purezas propias reivindican su verdad única, que toda aquella universalidad que contemple incluir a más de dos individuos es una pura entelequia, una mera mención reivindicativa y exclusiva de algo que no admite reivindicación, ni exclusividad: la fraternidad.

En España somos pocos, masones digo.

Somos pocos los iniciados; si descontamos a los que están en sueños, a veces en sueños tan profundos que ya ni recuerdan que están dormidos, o que consideran que su paso por las logias fue un mal sueño, somos aún menos; y si se nos ocurre descontar a infiltrados, maniobreros, y medradores, tal vez no lleguemos a mil, exagerando. Exagerando que seamos más de medio millar mal contado.

Curiosamente, en un ámbito donde la fraternidad es el valor que debe de consolidar la esencia, incluso la presencia, nos pasamos la vida practicando la teoría de conjuntos, con especial atención a los conjuntos disjuntos. Nuestra operación más trabajada es la intersección, y tenemos una triste habilidad por lograr conjuntos vacíos. Para ello nos valemos, con rigor, con saña, de adoptar, de hacer hincapié en todas las divisiones que el mundo profano exhibe, y, por si ello no fuera suficiente, aportamos las nuestras exclusivas.

No nos paramos a pensar, aunque parezca mentira para muchos iniciados pensar es una actividad peligrosa, perversa, corrosiva, que la masonería, la fraternidad, es un concepto inclusivo, un concepto absolutamente refractario a la exclusión, con lo que aquel que le niega a otro la opción fraternal de poder ser masón, aunque sea un asesino, un corrupto, o un ser de otro mundo irreconocible como tal, en realidad se está negando a sí mismo la opción de poder sentirse masón.

Otra cuestión sería quién puede tener acceso al método masónico, a las logias, a las obediencias, al entramado formal que trabaja y reflexiona sobre las cuestiones profundas que afectan a todos los masones, a todos los habitantes, que en el universo existan. No por exclusión, que como ya he dicho no me parece una opción fraternal, si no por preservar una convivencia que favorezca el ambiente de trabajo, de estudio mutuo, de confianza absoluta.

¿Tiene sentido que a la masonería pertenezca un ser racional (hombre), de costumbres sociales abiertas (de buenas costumbres), capaz de enfrentarse al desafío de pensar sin condicionantes previos, ni pertenencias condicionantes (libre)? Claro.

Ese es el ideal masónico. Lo que no me parece que tenga ningún sentido es que ahora mismo haya miembros de las distintas obediencias cuya pertenencia a organizaciones políticas o creencias religiosas condicionan su libertad. Haya masones, de las distintas obediencias, cuyos hábitos sociales, laborales, económicos, son profundamente cuestionables. Haya hermanos en la intención, de cuya racionalidad y buena fe se puede dudar con bastante fundamento. Pero, a pesar de saber de sus actitudes y carencias, se les sigue considerando válidos para su integración en las logias, mientras se pone en cuestión a otros por ser hombres, o por ser mujeres, por ser ricos, o por ser pobres, o de derechas o de izquierdas, o porque les gusta el bocadillo de jamón. Porque el caso es distinguir, el caso es hacer corralitos, fomentar los chiringuitos.

Por eso hay tantos, chiringuitos digo, casi uno y medio por cada masón reconocido. Porque el chiringuito proporciona relevancia (poder), relaciones (negocio) y liderazgo (sometimiento), y aunque tales características sean profanas se practican en la masonería más que la tolerancia, la fraternidad o la justicia.

Es difícil encontrar la fraternidad en grupos de personas más volcadas en las excelencias del propio ombligo y en la pelusa de los ajenos, que en intentar buscar en su interior los valores y sentimientos que solo conocen de palabra y leídos de los rituales. Es difícil adivinar la fraternidad en personas, logias y obediencias más preocupadas de marcar las diferencias, por supuesto los errores ajenos, que las identidades.

Llevo años defendiendo la necesidad de lugares comunes, de ámbitos de trabajo no ritual, compartidos, de espacios de encuentro y mutuo conocimiento donde buscar la fraternidad de los hermanos, de los que verdaderamente tengan una vocación fraternal, con escaso éxito. Iniciativas culturales, sociales, incluso laborales, que permitan la libre interacción de los convencidos, de los interesados, pero las pocas, bastan los dedos de una mano, acaban en fracaso. Fracaso debido tanto a la persecución por parte de las obediencias de esas iniciativas que no controlan, como, y no nos llamemos a engaño, esto es lo realmente determinante para el resultado negativo de las mismas, un sentimiento de acomodaticia desidia por parte de la mayoría de los miembros de las logias, que únicamente se sienten interesados en las tenidas de su logia, y, como mucho, no todos, ni siquiera la mayoría, en los grados de prestigio.

Hablamos mucho, casi tanto como escribimos, y nuestros discursos están llenos de nombres de valores, que se ignoran fuera de los discursos, de herramientas, que somos incapaces de empuñar más allá de las páginas del ritual, y de conceptos fundamentales, que son necesarios para nuestro trabajo personal, pero que se usan trastocados, vaciados de contenido y que a muchos les acaban resultando sospechosos.

Al final los valores más extendidos resultan ser: la presencia, a la que se le llama compromiso, el silencio culpable, al que se le llama prudencia, la cobardía, a la que se le llama tolerancia, el amiguismo, al que se le denomina fraternidad, y un ocultismo, una endogamia, un nacionalismo masónico que lleva a trabajar para dentro, de forma velada y de espaldas a cualquiera que no pertenezca a nuestro círculo, a nuestro concepto exclusivo.

He oído a mis mayores, a los que me recibieron en masonería, decir que el objetivo principal de la masonería, si no el único, es transmitir el método masónico, es garantizar que la masonería perviva. Me parece un noble objetivo si se cree en ella, pero si eso es así cabría preguntarse ¿Estamos cumpliendo ese objetivo? Porque lo único que percibo que transmitimos, fuera de discursos huecos, fuera de prebendas, oropeles y exclusividades, es una absoluta desfraternidad.