¿Que problema social o político escogeríamos si pudiéramos solucionar? ¿Existe alguno que origine a muchos otros? ¿Acaso la pobreza, la corrupción, el nacionalismo, el terrorismo, la delincuencia, las revoluciones y muchas otras manifestaciones de la sociedad —algunas acertadas otras completamente equivocadas— no tienen su causa en algún problema originado por algún tipo de desigualdad o privilegio no aceptado por el colectivo que reacciona en consecuencia? Este es uno de los problemas que más tiempo acompaña a nuestra especie en su paso por la Historia. Llevamos siglos intentando solucionar este asunto. Los griegos dieron un primer paso fundamental con el desarrollo de la democracia y los romanos la llevaron lo más lejos que las circunstancias de la época lo permitieron. Pero su conversión en imperio y la dependencia de una economía insostenible que aún hoy perdura, han dado al traste con todos los intentos. Lo que ha venido después desde el Renacimiento, pasando por la Ilustración y las diferentes revoluciones, han sido intentos de retomar aquel camino, cuyo restablecimiento no se vislumbra ni de lejos.
Existen grupos de activismo que aprovechando estas desigualdades se proponen a sí mismos como la solución, o como algún tipo de camino hacia ella. Pero en la práctica, lejos de solucionar nada, parece más bien que perpetúan aquellos problemas de cuya existencia depende su sustento diario. Los nacionalismos son el ejemplo más claro, formándose toda una casta de politicos y activistas que viven del mismo sistema que manifiestan repudiar, sin ofrecer más que una subdivisión de lo mismo, sin cambio cualitativo apreciable. Con un sistema político plagado de desigualdades, de privilegios concedidos a dedo, de corrupción endémica; cuya máxima autoridad es concedida de manera hereditaria, cuyos centros de poder económico y político se concentran alrededor de la capital además de un largo etcetera de problemas; hemos de observar frustrados cómo la principal respuesta son una serie de nacionalismos cuya apariencia de legitimidad en sus reivindicaciones les hace ignorar lo equivocado de sus propuestas, que van poco más allá de replicar el mismo centralismo acaparador de poder y protagonismo que impide a otros sectores de la sociedad que aporten sus ideas y valores, bloqueando el resto de iniciativas y perpetuando los problemas, manteniendo la sociedad en bloques irreconciliables.
Si vamos fuera de nuestro territorio, la situación puede encontrarse de manera muy similar en casos distintos al de nuestros problemas locales, pero que también padecemos. Las desigualdades por «género» son una situación global de la que podría hablarse durante semanas y que está a la orden del día, cuya envergadura excede el propósito del presente artículo. Pero cabe preguntarse para empezar si el uso del término es realmente de ayuda para enfrentarse a la situación comentada ¿ayuda englobar bajo una misma etiqueta ambigua distintos tipos de problemas? ¿son iguales en efectos y causas las desigualdades por diferencias biológicas que las provocadas por una orientación sexual no aceptada por ciertos estándares culturales? ¿es el machismo una cuestión exclusivamente cultural o existe algún factor biológico, evolutivo o atávico que lo ha condicionado —sin que por ello, lógicamente, hoy en día lo justifique—? Independientemente de la respuesta, lo que parece claro es que como poco, existen motivos razonables para estudiar cada caso de manera separada, exista o no un cuadro común a todos ellos —lo que es muy probable—. Pero ignorar de entrada parte del problema hace sospechar inevitablemente que la búsqueda de una solución al mismo no es el objetivo principal. Si se consideran los factores culturales que han definido los estándares de pareja, matrimonio y de lo socialmente aceptado, parece que en efecto, de lo que se trata en el fondo es de una estrategia política consistente en cuestionar dichos patrones culturales y las jerarquías que hasta ahora han contribuido en su formación.
Hay que dejar claro antes de continuar que las jerarquías, tal y como se ha comentado en otra ocasión, son un instrumento muy primitivo de organización y que el actual sistema politico y social tiene demasiada dependencia de ellas y, por tanto, son susceptibles de crítica y de mejora en su funcionamiento, así como en los criterios que las definen. No obstante, el problema que se advierte en este caso concreto por parte de algunos activistas supuestamente defensores de grupos minoritarios, es el uso patético —esto es, de apelación al sentimiento— de los problemas de desigualdad de estos colectivos como «herramienta» política para otros fines distintos. De esta manera, convierten lo que es una reivindicación necesaria en un acto de manipulación y explotación de los problemas ajenos para beneficio propio. Es decir, para hacer exactamente lo mismo que aquellos que cuestionan, pero en su caso, supuestamente «imbuidos de bondad» según ellos.
Tal y como se comentaba en otra entrada anterior, en ocasiones hay que emplear «trucos» como estrategia política para defender ideales más elevados de los que se han de manifestar en determinadas situaciones. Esto puede ser debido a unas ineficientes «reglas del juego» que condicionan seguir ciertas pautas para lograr un mínimo de efectividad. Pero en este caso el problema no es la excesiva simplicidad de las propuestas, sino que no van encaminadas a solucionar el problema ya que, más que arrojar soluciones y claridad, arrojan confusión y ambigüedad sobre él: el uso de etiquetas de ámbito más general, ponerles faldas a los monigotes de los semáforos, llevar a extremos absurdos el uso del lenguaje repitiendo los términos en todos los géneros, no va a solucionar el problema de igualdad entre géneros. Mucho menos entre sexos. Y menos todavía va a solucionar la desigualdad origen de todos estos males, que es la de todos los ciudadanos, propugnada en textos legales pero que en la práctica se cumplen mínimamente. Para lo que sí es efectivo el mensaje que este tipo de activismo usa, es el de enaltecer a unos y soliviantar a otros, públicos objetivos medidos, rangos de audiencia específicos que les van a asegurar una importancia mediática mínima.
Abogados del diablo
En los últimos años el auge de las redes sociales y los dispositivos móviles ha provocado, como se sabe, un estilo de comunicación de masas basado en lo superficial y efímero. De ahí se ha pasado a la difusión de noticias falsas y a la ingeniería social, situación que ya se advirtió en su día con el uso de «memes» los cuales pueden tratarse de dichas noticias, anuncios, medidas políticas, cualquier concepto que cause un efecto mediático y social en el colectivo. Da igual que sea falso que verdadero. Aunque puede que fuera buena la intención en sus inicios, el uso de lo llamado «políticamente correcto» gracias a la «buena imagen» que produce, su defensa ha acabado convirtiéndose en el principal sustento de muchos activistas, situación que desvirtúa la intención original. Esto es es lo que le ocurre a casi todo lo que pasa a convertirse en un fin en sí mismo, olvidándose del objetivo. De esta manera, cualquier pensamiento disidente con lo establecido como «políticamente correcto» se convierte en motivo de caricaturización y simplificación, cuando no, de la critica más severa y en ocasiones, ofensiva.Lo paradójico es que tras supuestamente superar episodios tan graves como las guerras mundiales y civiles, lamentablemente parece que las posturas extremas están incrementándose. Es decir, cuanto más afán ponen los defensores de lo políticamente correcto, mayor es el rechazo producido en la sociedad, un efecto universal que ha ocurrido y ocurre, a lo largo de todas las épocas y culturas, pero que continúa produciéndose, sin que parezca que aprendamos nada de la experiencia y de la Historia, condenados a repetir una y otra vez los mismos errores, claudicando ante la palabrería de perros parecidos, por distintos que sean sus collares.
Caso Google
En pocas ocasiones en los últimos tiempos se admite que; a pesar de no gustarnos alguien, de no ser afín a cierto grupo o partido de nuestra preferencia, de no ser aficionado a nuestro equipo deportivo; nos gustan o nos parecen acertadas algunas de sus acciones o argumentos. Situación a la que este tipo de activismo de lo políticamente correcto no hace más que fomentar con una actitud basada en el enfrentamiento y demonización del sector de la sociedad señalado. Esto es lo que le ha ocurrido a James Damore al publicar, tal vez con ciertas ganas de protagonismo, un documento catalogado como «contra la diversidad». Para ser sincero no he leído el documento completo, pero se advierten de inmediato ciertos tics tendenciosos a la hora de valorarlo por parte de la mayoría de los medios y redes sociales, que nadie se preocupa en aclarar, dejando que todo se vuelva confuso hasta llegar a la ininteligibilidad. El primer problema es que cuesta encontrar algo en el documento que justifique claramente de lo que se le acusa. Sin embargo, lo que sí se encuentra repetidas veces, es la oposición a ciertas políticas de la compañía para supuestamente corregir un problema de carencia de diversidad. Es decir, no está contra de la diversidad, sino de la solución propuesta para corregir su carencia, por parte de la compañía. Igualmente, también se han oído acusaciones de machismo para el autor del artículo, tendencia que independientemente de si lo es o no su autor —lo sea o no es irrelevante (falacia ad-hominem)— no se desprende claramente de lo contenido en el artículo. Incluso se ha llegado a relacionar con calzador al famoso investigador Neil deGrasse Tyson con un vídeo ¡¡del año 2009!! defendiendo la diversidad, algo que como se ha dicho no es lo que se discute, sino las medidas aplicadas. Un claro ejemplo de falacia de argumento de autoridad. El mencionado científico por supuesto, no ha dicho absolutamente nada sobre el uso de su imagen.Si bien no se pueden establecer unas diferencias «medibles» de una manera determinista entre mujeres y hombres en cuanto a desempeño en función de una actividad concreta —por ejemplo, matemáticas frente a lenguaje—, a grandes rasgos y observando tendencias —como se repite en el controvertido artículo— sí que se conoce con certeza que estas diferencias existen a nivel estadístico en función del ámbito. Es decir, no se pueden aplicar a casos individuales, pero sí en términos de población. Este es precisamente el problema cuando se aplican medidas de corrección para mejorar la diversidad empleando estadísticas aplicándose a casos individuales, intentando corregir un problema causado no por machismo, sino por simple biología: si un sexo tiene una mayor aptitud general en un determinado ámbito, su sobre-representación no es debida necesariamente a una discriminación, sino que puede tratarse de otros factores más objetivos. No significa que no haya que hacer nada, pero no se debe tampoco matar moscas a cañonazos. Esta es la postura del psicólogo clínico Jordan B. Peterson que la extiende más allá de las desigualdades por género para llegar a las desigualdades económicas, las cuales son en la mayoría de los casos debidas a un factor simple de distribución matemática —regla del pareto—: si dejas todo al azar, no esperes que se distribuya de manera igualitaria ni mucho menos «justa» —un concepto puramente humano que no existe en la naturaleza, la cual es en todo caso, imparcial—. Esta propuesta es coincidente con otro reciente estudio en el que se llega a la conclusión de que el dinero se distribuye por mera suerte, no por méritos, pero tampoco ni mucho menos por la existencia de una malvada conspiración «heteropatriarcal» oculta en la sombra. De nuevo, esto no significa que no haya que hacer nada. Que la naturaleza no sea exactamente justa no significa que los seres humanos debamos dejar de serlo. La Ley de la Gravedad es igual e imparcial para todos, aunque seguro que algunos se merecen más que otros que les caiga una maceta en la cabeza. Pero las acciones que se tomen no deberían partir de una «satanización» de ningún sector de la sociedad.
Caso Hollywood
Tras décadas de producciones audiovisuales, ahora han salido a la palestra multitud de casos de supuestos abusos sexuales por parte de directores, productores y actores a otras actrices. Partiendo de la base ineludible de que la industria del espectáculo en general está basada en exceso en el sexismo y en la explotación de la mujer como objeto sexual, situación que ha de corregirse de alguna manera, no es menos cierto que muchas profesionales han aprovechado esta circunstancia para hacer carreras fulgurantes. Llama más la atención cómo algunas de ellas aprovechan muy «oportunamente» la actual coyuntura para denunciar casos en los que resulta inevitable pensar que en su momento les supuso un impulso profesional. ¿Donde acaba la denuncia y comienza la complicidad cuando la propia denunciante ha participado del beneficio, y se ha mantenido en silencio todo este tiempo? Peor aún es cuando utilizan el momento para hacer declaraciones espectaculares y estudiadamente mediáticas, que parecen más motivadas por el revanchismo o incluso competencia profesional, que por un genuino deseo de justicia y equidad. No hay duda de que algunos de los casos necesitaban una defensa y denuncia con la suficiente repercusión para acabar con esas prácticas sexistas, pero algo no está funcionando bien cuando han surgido movimientos de otros actores y actrices veteranos y conocedores de las circunstancias de aquella época —como Catherine Deneuve, Liam Neeson o Morgan Freeman—, en desacuerdo con aprovechar cualquier insinuación realizada años antes y exagerada ahora para adecuarla a la coyuntura propicia. Y lo peor de todo, desvirtuando las demandas que de verdad lo merecen.En España
Además del caso reciente de Javier Marias en el que la red social Twitter se inundó de mensajes contra él sin demasiado fundamento, pero sí con mucho odio escudado tras los escasos caracteres que la mencionada red social permite, el actor y político Toni Cantó protagonizó hace algunos años situaciones predecesoras de lo que habría de venir después. El actualmente diputado por Ciudadanos, publicó cuando lo era de UPyD unos mensajes en los que intentaba explicar un problema cuya envergadura excedía la capacidad de una red social diseñada para la simplicidad. El actor de origen valenciano abordó el problema de la Ley Contra la Violencia de Género en la que la pretensión de defender a la mujer convierten al hombre en culpable sin más, vulnerando el principio básico de inocencia y paradójicamente, el de igualdad. Una explicación pobre y unos datos mal utilizados hicieron que tuviera que pedir disculpas, abrumado por la incisiva voluntad en señalar sus errores sintácticos y el afán por aprovechar la literalidad de sus palabras solo cuando convenía. El resultado es que por aquel entonces muy poca gente analizó el problema que de verdad quería dar a entender: usar una estadística en la que el mayor número de casos de victimas son mujeres, se convierte en injusticia cuando en los casos individuales el hombre es culpable sin más «prueba» que el mero hecho de serlo. Años después la situación comienza a dar visos de insostenible cuando en la propia Valencia natal del político comienzan a oírse las primeras voces de victimas masculinas. Sí, son pocos casos, pero no por ello hay que dejar de prestarles la atención que merecen, salvo que nos rindamos definitivamente a la dictadura de la mayoría y de lo políticamente correcto, que es lo que parece que poco a poco se va imponiendo, anulando sistemáticamente a las voces críticas tachándolas de inmediato de fascistas, xenófobas o machistas. En aquel entonces se argumentó en contra de Toní Cantó que contrariamente a lo que afirmaba, sólo un ínfimo porcentaje de las denuncias son descartadas por falsas por los propios tribunales. Sin embargo, un análisis algo más detallado realizado en el Informe de Fondos Europeos descubre que un 45% de las denuncias son descartadas por falta de pruebas. Tal vez un tribunal no las señale como «falsas», pero que casi la mitad de ellas carezcan de base sólida no mejora mucho la situación.«Si se quiere resolver el problema de la democracia, la solución debe encontrarse en sí misma [..] en armonía con su principio fundamental, la igualdad»Es cierto que hay que dar visibilidad a una parte de la población para que social y culturalmente se reduzcan los prejuicios. Es cierto que se arrastran ciertos vicios sociales que provienen de tiempos en los que cada sexo cumplía unas funciones puede que justificadas en aquel entonces, pero que ahora resultan anacrónicas y lo peor de todo, perjudiciales, ya que es necesario aprovechar el potencial de toda la sociedad. Pero estos vicios y prejuicios se pueden intentar corregir de una manera más constructiva que no sea sustituyéndolos con otros, sino superándolos.
—Alexis de Tocqueville
«No se puede responder a la violencia con más violencia» —Bebé (cantante)
El problema principal pues no es el machismo en sí, sino un sistema político que permite —de hecho fomenta— las desigualdades a cualquier nivel, junto con una cultura rancia, caciquil, pos-tardo-franquista cargada de dogmas y prejuicios. Cambiar el sistema político es un problema de una gran envergadura porque para que tenga un mínimo de efectividad, ha de involucrar a toda la sociedad, entre otros factores. La cultura se puede mejorar con educación. No la de dejar sentar a los ancianos y decir buenos días al entrar a un sitio —esta también, claro— sino otra fundamentada desde la base, desde los primeros años, desde los medios de comunicación, desde las instituciones culturales y deportivas, basadas más en la cooperación y el trabajo en equipo. Pero para cambiar esto, de nuevo, nos encontramos con otra iglesia muy similar a la que Don Quijote y Sancho Panza se toparon, la de los políticos que se preocupan muy poco de la educación pública, ya que ellos tienen la de sus hijos bien pagada en instituciones privadas, con nuestro dinero. Todo el esfuerzo que actualmente se emplea en combatir la desigualdad en terrenos políticamente correctos pero absolutamente estériles en la práctica, podría emplearse en planificar un calendario de propuestas y las consiguientes reformas al sistema político, el fomento de la cultura cooperativa y la mejora de la educación para transmitir desde el primer momento la necesidad de trabajar codo a codo, hombro a hombro, para solucionar aquellos problemas que nos atañen, y no dejar que nadie se erija en defensor y «solucionador» de una desigualdad en la que él mismo se instala.