¡Qué difícil es decir adiós! Más aún cuando no hay de quien despedirse. Con ese pensamiento llegué a la barra y pedí la especialidad del lugar con el fin de darme un último gusto; pero hoy, ese toque de naranja en el café que tanto me gustaba tiene un sabor amargo. Mi taza ya está fría, sigo aferrado a ella esperando que ese abrazo sea eterno. No tengo mucho tiempo, desvié el camino a la Gran Estación Central, mi tren sale en un par de horas.
En otra mesa hay una pareja, el chico, de la misma edad que yo, trae puesto un uniforme igual al mío, seguro más tarde nos toparemos en el mismo tren. Tengo rato mirándolos, ella es la que habla, no puedo escuchar lo que dice, pero es obvio que se despiden. Él baja la mirada consternado y ella lo mira con ternura. Un cigarro se consume en el cenicero mientras ella lo toca y lo tranquiliza; le mira como si fuera la persona más importante en su vida. Sentí envidia.
Miré el reloj en la pared, el tiempo se agota. Por fortuna el joven recluta se levantó justo en ese momento. Se fundieron en un abrazo, ella lo besó suavemente y se queda de pie mientras él abandona la cafetería sin mirar atrás. La chica vuelve a sentarse y enciende otro cigarrillo; tomé mi taza de café frío y me paré a su lado. Ella levantó la mirada sin decir nada.
Quiero una despedida le dije sin más. Bajó la mirada para poner el cigarro en el cenicero y extendió la mano invitándome a sentar. Con beso cuesta 10 dólares, con lágrimas 15. Saqué un billete de 20 y lo puse sobre la mesa, me senté diciendo: es tuyo, tengo 15 minutos. Ella tomó mis manos y sonrió.
Patricia Bañuelos