Lo conocí en Veracruz. Apenas había cumplido yo los dieciséis años cuando me embarqué en una escuadra de cuatro barcos, fletada por banqueros alemanes, que pretendía ir a Cartagena de Indias y subir el río Magdalena en busca de las riquezas de El Dorado.
Yo viajaba de grumete en la Remilgada, una carabela de tres palos, algo vieja y calamitosa para navegar con el viento de cola, motivo por el que el viaje estuvo lleno de penurias y calamidades. La carabela, con todo el trapo desplegado, cabeceaba más de la cuenta y amenazaba con hundirse, de modo que nos fuimos retrasando del resto de navíos poco a poco. Una semana después de haber doblado la punta de Yucatán y perdido de vista la isla de las Mujeres, nos hallábamos solos en el anchuroso mar, pues ninguno de los otros navíos había querido esperarnos, temerosos de ser atacados por los corsarios franceses que infestaban aquellas aguas.
No nos quedó, por tanto, otro remedio que encomendarnos al Señor y navegar con poco trapo. Mas a perro flaco, todo son pulgas, y a la Remilgada que, salvando las distancias, algo tenía de perro flaco, un pequeño aguacero la dejó tan descuadernada que el capitán, para tratar de evitar una desgracia mayor, ordenó cambiar el rumbo y poner proa a La Habana, pese a la obstinada resistencia de la mayoría de la tripulación, que habían invertido en la jornada de El Dorado todos sus ahorros y puesto en ella muchas ilusiones.
Pero ante los hechos, de nada sirven lamentos. El casco de la carabela hacía agua a más y mejor, y todos los hombres útiles habíamos de servir en las bombas de achique en agotadores relevos. Para colmo de males, tuvimos días de calor y bochorno. El aire inmóvil pesaba como una columna de agua caliente y se hacía casi imposible de respirar. Con el calor y la sed, trabajar en las bombas de achique resultaba una tortura bárbara, que hombres hubo que se desvanecieron mientras bombeaban.
Yo tuve la mala suerte de caer en el turno de medianoche, el más incómodo de todos, pues obliga a partir el sueño en dos. Y a la misma bomba que yo asignó el contramaestre a Gabriel Martín, marinero gallego al que hasta entonces había tratado poco, pero con el que alcancé a tener bastante cercanía merced a los sufrimientos compartidos. A lo largo de las numerosos noches pasadas en la cubierta de la Remilgada, aprisionados al astil de la palanca como dos tristes galeotes, el marinero me fue contando su historia, tan curiosa y llena de aventuras que no puedo evitar tenerla como suma y compendio de la vida marinera, ni dejar de recordarla en estas páginas, pues no querría que quien por ventura las leyere se equivocase con el hombre.
Era Gabriel Martín, según me refirió, originario de Perlío, un pueblo asentado en la ría de Ferrol, en Galicia. Hablaba nuestra parla castellana apenas sin acento por ser hombre de noble cuna y mucho mundo, pues había vivido durante un tiempo en tierra de ingleses, adonde fue en busca de su padre, un Píter Martín, o Martin, de Plymouth. Este Píter Martin naufragó en las costas gallegas en tiempos del emperador Carlos, fue recogido moribundo por unos pescadores en la playa de Perlío y llevado al pazo de Echevarría, donde vivía una familia tan sobrada de hidalguía como desprovista de talega. Allí curaron sus heridas y lo cuidaron, allí conoció a Elvira Echevarría, la madre de Gabriel, tuvo con ella dos hijos y disfrutó de unos años de paz y armonía hasta que un día se marchó tan repentinamente como había aparecido.
Elvira debía ser una mujer de mucho carácter y no poca fantasía. En lugar de desesperarse por el abandono de su marido, se dedicó a ilustrar a Gabriel, su primogénito, sobre la estirpe de su padre, los Martin de Plymouth, dueños, al parecer, de todo un condado y poseedores de una extraordinaria fortuna amasada con el raque de los barcos naufragados en las costas del canal de la Mancha. Y de tanto insistir y repetirle estas y otras historias que hilvanaba, la mujer hizo crecer en Gabriel el deseo de viajar a Inglaterra y la ambición de reclamar la posición y la fortuna que en justicia le pertenecían.
Cumplidos los veinte, se embarcó hacia las islas en una urca holandesa sin más impedimenta que la que cabía en un saco de marinero ni más sensatez que la que tendría una gallina. Desconocedor del idioma y las costumbres británicas, solo en tierra de herejes, en aquella la pérfida Albión tan odiada por los nuestros, dio incontables bandazos, vivió mil aventuras, fue perseguido y preso, rescatado, apaleado, burlado y desplumado, antes de llegar a Plymouth y descubrir, por fin, que ningún Martin había vivido jamás en aquella ciudad.
Atendido y cuidado por la caridad de una familia, como años atrás habíale sucedido a su padre en Galicia, pudo Gabriel hallar cierto solaz y reposo en sus aventuras, aunque fuera momentáneo, porque en aquel año del quinientos ochenta y ocho, el rey Felipe envió una armada imponente a invadir Inglaterra y todo lo que oliese mínimamente a español estaba bajo sospecha de traición y corría, por tanto, peligro de muerte. En una barquichuela que le proporcionaron sus generosos benefactores se lanzó a cruzar el canal de la Mancha para huir a tierras francesas, pero el mismo temporal que azotó y desbarató la gran armada lo sacudió a él, desarbolando la lancha y dejándolo a la deriva. Estuvo varios días a merced del viento, el oleaje y las corrientes, sin gobierno y a punto de naufragar, hasta que fue recogido por una fragata del abastecimiento de la armada que logró escapar del desastre y refugiarse en Normandía. Desde el puerto de Brest viajó a Santoña y desde allí a Cádiz donde, no queriendo regresar al pazo de los Echevarría ni presentarse ante su madre para darle cuentas de su fracaso, decidió enrolarse como marinero en la flota de Nueva España y partir hacia las Indias Occidentales.
Varios años anduvo navegando por el pacífico mejicano, Acapulco, Zalagua, la baja California, hasta que, a causa de una reyerta con sangre, optó por dar el salto a los puertos Caribe donde se enteró de la expedición a El Dorado. Gabriel Martín no se lo pensó dos veces, pues vio en aquella jornada una posibilidad para alcanzar la fortuna que Inglaterra le había negado y volver a su tierra cargado de fama y, sobre todo, de riquezas.
−Me parece a mí que poca fortuna vamos a sacar de esta empresa, señor Martín –le dije una noche, mientras penábamos en la bomba de achique−, y de seguir así las cosas tendréis que presentaros ante los vuestros con las manos vacías.
−Bueno, hace ya tantos años que no sé nada de ellos que me daría por satisfecho sólo con volver a mi tierra.
−¿Acaso no les habéis escrito? ¿No os habéis comunicado con vuestra madre?
Gabriel Martín hizo un gesto apesadumbrado, y miró hacia el cielo como para pedir perdón por su dejadez.
−Muchas veces lo he pensado, e incluso he comprado pluma, papel y tintero para hacerlo, pero después se me atragantan las palabras ante el papel en blanco. Y cuanto más tiempo pasa, más difícil me resulta.
−Pero tal vez os den por muerto, y os hayan hecho entierro, rezado novenas y hasta pagado misas por vuestra alma.
−Callad –me dijo−, que me ponéis la piel de gallina.
Sin embargo, días después de aquella conversación, y sin que viniera a cuento de lo que fuera que estuviésemos platicando, Gabriel Martín me pidió que, si yo lo sobrevivía, escribiese a su familia dándole noticias de su vida y de su fallecimiento.
−Que no es bueno –concluyó−, que tu propia madre no sepa de tu final.
Me extrañó la petición, pues Gabriel Martín no era hombre dado a la melancolía. No obstante, le di mi palabra de hacerlo.
Al cabo de dos semanas de desventurada navegación alcanzamos sanos y salvos la isla de Cuba y el puerto de La Habana, donde pronto se separaron nuestros caminos: yo me embarqué en un patache que se encargaba de llevar el correo entre las islas del Caribe y la Metrópoli, mientras que mi amigo se quedó en La Habana, gastándose el escaso dinero que le quedaba en las muchas tabernas y mancebías de la ciudad. Más adelante pasé una temporada navegando por los puertos del Mediterráneo y del mar del Norte y dando, en fin, otras vueltas propias de mi profesión. Cuando de nuevo di con mis huesos en La Habana, habían transcurrido varios años y no encontré allí rastro alguno de mi amigo, al que no volvería a ver jamás.
Sin embargo, aunque el orbe es anchuroso y difícil de recorrer, y los puertos están repartidos a lo largo y ancho de sus siete mares, nuestro mundillo es reducido y tarde o temprano termina uno por toparse con noticias de viejos conocidos, compañeros, amigos, y también de enemigos. Y Gabriel Martín no fue una excepción: en dos ocasiones hablé con gentes que lo conocían y que me dieron nuevas de su vagabundeo por costas y puertos lejanos, y otra a punto estuve de encontrármelo en la ciudad de Guayaquil, pues ambos pernoctamos en la misma posada, pero quiso la providencia que no llegáramos a vernos. La última vez que supe de él fue hace unos años, en Portobelo, uno de los lugares más infames del Nuevo Mundo, donde, por un extraño azar, un marinero me dio cuenta de su singladura postrera.
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