Era mediada la noche y la taberna estaba ya más tranquila, cada vez con menos clientes. Entre ellos me fijé en un marinero tuerto y viejo, con la piel más cuarteada que una charca reseca y la voz ronca por los muchos tragos de aguardiente que llevaba encima, que pugnaba con otros camaradas por entregarles, a cambio de unos maravedíes con que continuar bebiendo, una historiada maravilla que guardaba en su bolsa, por lo demás casi vacía. “¿Qué cosa esconde ahí que vale una ronda de buen vino?”, preguntaban sus acompañantes, que no estaban dispuestos a comprometer un ochavo por la patraña de un borracho. “Mostradla de una vez u olvidaos de seguir bebiendo a nuestras costillas”. Mas no quería ceder el tuerto y pedíales la gracia de refrescarse antes el gaznate con un cuartillo más de vino. “Tengan paciencia que luego les enseñaré el asunto”, les decía. Pero no logró convencerlos, ni mover su caridad, así que optó por sentarse en un rincón y conformarse con mirar las sombras que las llamas de las bujías dibujaban en las paredes.
Al rato fuese el grupo y quedamos en la taberna nada más que unos pocos parroquianos de lo más selecto, además del tuerto, que al pronto me pareció dormido, recostado sobre la mesa y resoplando como un asno. Pero o no dormía o al poco tiempo despertó, porque dio en acercarse al mostrador en demanda del vino cuyo pago habría de ser el saquete de cuero ajado y percudido que antes había ofrecido a los marineros.
Picado por la curiosidad, el tabernero le sirvió un cuartillo bien sobrado del vino más infame que tenía, que en su estado de embriaguez era necedad ofrecerle algo mejor. A cambio, el tuerto le entregó la bolsa, cuyo contenido el otro volcó en el mostrador. Sobre la oscura y maltratada madera bailaron nada más que unos cuantos huesos viejos y amarillentos que, en tiempos, debieron formar parte de alguna mano. El posadero se sintió burlado y al punto, cargado de justa cólera, echó mano a la jarra para retirarla de la tabla, cuando el tuerto le explicó que no era una simple mano. “Ah, no, ¿es acaso una reliquia santa?”, le preguntó el hombre. “No andáis tan desencaminado, mi buen señor: son los huesos de un camarada que sufrió un martirio peor que el del apóstol San Juan”, le respondió el tuerto. El tabernero, que seguía desconfiando, no se dejó ablandar por tales razones, pero a mí me pudo la curiosidad, me levanté de mi silla y me acerqué a la barra.
−Dadle la jarra, buen tabernero –le dije, pagándole un precio más que sobrado por el vino, al tiempo que le pedía al marinero que continuase con sus historia.
Al amor de una buena historia, que podrían oír sin soltar un cinco, los que conmigo estaban se nos acercaron. El tuerto, sorprendido por mi inesperada generosidad, si bien que quisquilloso, e incluso algo desconfiado, cogió la jarra, bebió dos largos tragos y, tras soltar un buen eructo, empezó el cuento diciendo que había sido marinero en la flota con que don Pedro Sarmiento de Gamboa fue a poblar las tierras del estrecho de Magallanes por mandato de Su Católica Majestad.
“Navegábamos frente a la Patagonia, cuando la mala mar y los vientos contrarios nos obligaron a acercarnos a la costa y buscar un lugar donde resguardarnos”, decía el tuerto. “Don Pedro Sarmiento nos llamó a unos pocos y nos mandó desembarcar en una chalupa para explorar una ensenada que parecía abrigada, y en la que podrían refugiarse las demás naves; pero al poco de llegar a tierra el temporal se echó encima con tal violencia que los barcos hubieron de alejarse de la costa para no naufragar”.
El marinero hablaba despacio, con esa manera arrastrada que utilizan los borrachos baqueanos para evitar que la lengua se les trabe. “Los hombres de la chalupa nos adentramos entre los riscos en busca de protección y resguardo”, prosiguió, “pero con tan mala suerte que los patagones, que son los indios de aquella tierra, nos descubrieron y atacaron con fiereza, persiguiéndonos sin tregua en una huida larga y sangrienta: batían la maleza y nos empujaban hacia delante como se acorrala a los jabalíes en las monterías”.
“Huíamos hechos una piña, defendiéndonos bravamente, hasta que logramos refugiarnos en una cueva en el acantilado, donde la defensa sería más fácil mientras no nos fallaran las fuerzas”, decía el tuerto mientras pasaba por el pequeño corrillo la mirada errática de su único ojo, aunque fijándolo con más frecuencia en mí. “Los patagones trataron varias veces de sacarnos de allí sin ningún resultado, y cuando comprendieron que no lo harían, cambiaron de táctica e intentaron capturar vivo a alguno de los nuestros con un método tan cruel como temible: nos acometían por cientos, a la descubierta, una y otra vez, sin importarles las bajas, hasta que finalmente nos tomaron un prisionero al que se llevaron arrastrado peñas abajo mientras aullaba y se retorcía, sin que los demás pudiéramos hacer nada”.
Hizo un alto el marinero para dar unos tragos a su jarra, que había tenido un poco olvidada, chasqueó la lengua con placer y se secó los labios con la manga antes de proseguir con la plática.
“Han de saber, caballeros, que aquellos salvajes son diestros en las artes de la tortura, en especial las mujeres, y saben cómo arrebatarle al cuerpo espasmos de dolor cuando ya no le quedaban ni vigor ni aliento. De modo que mientras estábamos escondidos en la cueva, y muertos de miedo, no dejábamos de escuchar las danzas de los salvajes en la playa ni oír los pavorosos alaridos de nuestro compañero mientras lo asaban sobre las brasas, unos gritos atroces que nos helaban los corazones, retumbaban en nuestras cabezas y nos alentaban a rezar con más fervor que un coro de beatas, y suplicar, y encomendarnos al Altísimo, que en Su infinita misericordia atendió nuestras plegarias y fue servido de ellas. Así, al siguiente día vimos aparecer frente al acantilado a una de las naos de la escuadra, que nos rescató y puso nuestras vidas a salvo; pero del malhadado compañero sólo hallamos unos pocos huesos mondos y lirondos”.
Al finalizar la historia, una dama de muchos amantes que allí estaba en el corro, se llevó las manos a los ojos como queriendo tapar con ellas las terribles imágenes que se habían formado en su magín, pero el tuerto, lejos de darle tregua, le acercó a la cara varios huesos que sostenía en la palma de la mano y le dijo: “fíjaos, fijaos cómo aún se pueden ver las marcas de los dientes en las falanges”, y fue menester sacarla afuera y abanicarla un buen rato para que la color regresase a sus facciones.
Disolvióse el ruedo, hízose a un lado el tuerto, volviendo a su vino, del que apuraba las heces, y yo aproveché para juguetear con un hueso en el que, efectivamente, se veían unas marcas desgastadas que podrían ser, o no, de mordiscos, y proponerle un trato, pues siempre he me ha gustado coleccionar reliquias.
−¿Os importa venderme un par de ellos? –le pregunté, poniendo sobre la madera un puñado de maravedíes.
El tuerto fijó el ojo en el dinero con sobresalto, después me miró a mí con expresión de censura y por último se apresuró en meter todos los huesecillos en el saquete con mano torpe y temblorosa.
−Sabed que estos huesos no están en venta –respondió mientras movía la cabeza hacia uno y otro lado−. No señor, no lo están.
Puse otros tantos maravedíes en el montón, por ver de tentarlo, pero el marinero, sin reparar esta vez en las monedas, continuó negándose:
−Ni hablar –farfulló, más hablando para su capote que para mí−, no pienso entregar a cualquiera los restos mortales de mi buen amigo Gabriel Martín.