La peculiaridad de su estatus político atrajo hacia Puerto Rico a un gran número de empresas, sobre todo petroquímicas y farmacéuticas, que se han beneficiado de incentivos fiscales que permitían acceder al mercado norteamericano sin pagar los royalties que gravan toda importación. De este modo, a pesar de ser un país pequeño y carecer de recursos naturales, salvo la industria agrícola del azúcar y el café que ya apenas tiene relevancia, la economía de Puerto Rico es de las más dinámicas y competitivas de la región, con el PIB per cápita más alto de Latinoamérica.
Pero, al contrario de lo que es normal en Estados Unidos, Puerto Rico no puede declararse en bancarrota bajo la ley federal ni las empresas, ahogadas por las restricciones financieras, pueden reestructurar sus deudas mediante la declaración en quiebra. También tiene vedado acudir a los mercados internacionales para financiarse. La especial relación colonial con los Estados Unidos perjudica, en este aspecto, la economía de Puerto Rico.
Puerto Rico intenta superar el escollo que atraviesa a causa de la deuda renegociando con los acreedores un plan de reforma fiscal e implementando medidas que estimulen su sector turístico y modernicen sus infraestructuras. Otros hablan de exigir la exención de la Ley Jones, de 1920, por la cual solamente barcos propiedad de un estado norteamericano, construidos y operados por éste, pueden transportar carga desde y hacia la isla. La liberación de ese tráfico generaría empleo en el sector, ayudaría a reducir la deuda y rebajaría el costo de algunos productos.
En definitiva, la deuda que asfixia a esta antilla del Caribe no es sólo económica, sino también política, con rémoras coloniales, que hipotecan su futuro. Y es el pueblo de Puerto Rico el que ha de decidir, por sí mismo, cómo solventar sus deudas.