Don Vito Corleone solía decir: "Ten cerca a tus amigos pero más cerca a tus enemigos". Esta rotunda sentencia viene bien para introducir la historia del reencuentro entre Robert Evans y Francis Ford Coppola, once años después de librar una gran batalla creativa durante la producción de El Padrino (1972).
Tras los acontecimientos que describí en un artículo previo, Evans había seguido acumulando aciertos como jefe de producción de Paramount (Serpico, El Gran Gatsby, Save the Tiger) pero llegó un momento en que quiso más. Había ganado suficiente dinero como para pensar en la posibilidad de ser productor independiente y llegó a un acuerdo con Paramount para abandonar su puesto y dedicarse a sus propios proyectos manteniendo un acuerdo de distribución con el estudio de Melrose Avenue.
Esta etapa empezó con buen pie ya que Evans produjo grandes títulos como Chinatown, Marathon Man, y Domingo Negro. En otras ocasiones decidió apostar por films que fueron vapuleados por la crítica pero que obtuvieron buenas cifras. Este fue el caso de la adaptación de Popeye, que aunque cueste creerlo fue dirigida por Robert Altman con Robin Williams en el papel protagonista. Pero como suele suceder en estos casos, el hombre se endiosó y creyó que cualquier cosa que pasara por sus manos se convertiría en un éxito. Así fue como se embarcó en producciones que sólo hicieron que contribuir a engrandecer sus deudas. Los ejemplos más claros fueron Urban Cowboy (un producto para el lucimiento de un John Travolta en horas bajas) y Cotton Club.
Con ésta última nos quedamos y pasamos a profundizar en las circunstancias que rodearon a dicha producción. Cotton Club se había concebido para explicar las vicisitudes de un momento concreto de la historia del legendario local musical de Harlem, relacionandolo con los gangsters que visitaban frecuentemente el club y que, en ocasiones, decidían zanjar sus negocios entre actuación y actuación.
Pero el proyecto llevaba un lastre desde el principio. El guión no se definía, era demasiado disperso, y las sucesivas reescrituras no contribuyeron a mejorarlo. Evans, por su parte, decidió que quería debutar como director en la película para de esta forma controlar el proyecto desde todos sus ángulos. Pero pronto se dio cuenta que lo de dirigir no estaba hecho para él. Tras supervisar la pre-producción, se vio superado por los acontecimientos y no supo controlar el caos que él mismo estaba generando.
Consciente de que no estaba preparado para dar inicio al rodaje, decidió llamar al que había sido su peor enemigo en el pasado: Coppola. Sabía que contratarle iba a provocar problemas pero creyó que, en este caso, su enemigo era la mejor elección para un film de este tipo. Además, sabía que Coppola no rechazaría la oferta para dirigir el film. Y lo sabía por una cuestión eminentemente práctica: como en tantas ocasiones a lo largo de su carrera, Coppola estaba totalmente arruinado tras el fracaso comercial de Corazonada, un proyecto en el que se volcó creativa y económicamente.
Así pues, tuvo que aceptar el empleo consciente de que se estaba metiendo en la boca del lobo. El film ya llevaba gastado gran parte de su presupuesto en la pre-producción debido a la construcción de grandes decorados interiores que recreaban el mítico Cotton Club (que abrió sus puertas en 1920 y cerró, sumido en las deudas, en 1936). Coppola declaró que, cuando llegó, el nivel de extravagancia y despilfarro ya estaba marcado. Evans quería una producción lujosa y no escatimó en reparto, decorados y vestuario. Necesitó reunir dinero de varios inversores privados cuando el presupuesto inicial de 30 millones de dólares se vio ampliamente rebasado.
El guión inicial había sido escrito por el mismísimo Mario Puzo pero Evans lo descartó y decidió contratar a William Kennedy para que lo reescribiera. Lo que sucedió es que Kennedy se convirtió en el guionista más pluriempleado del mundo ya que se calcula que llegó a escribir hasta 40 versiones del libreto, la mayor parte de ellas en pleno rodaje y entregando escenas de un día para otro. El propio Coppola llegó a reescribir algunas escenas para acelerar el proceso y poder finalizar un rodaje que había rebasado las fechas previstas y que no hacía más que encarecer el producto final.
Durante el rodaje, Evans y Coppola no chocaron demasiado. Pero tras el estreno del film, cuando el productor empezó a recibir las flojas recaudaciones, cargó contra el director de San Francisco. Le acusó de hacer demasiados retoques al guión encareciendo la producción. Coppola, por su parte, declaró que de no haber entrado él como director la película nunca hubiera visto la luz por el caos que imperaba en todos los niveles del proyecto. La cuestión es que ni uno ni el otro pudieron hacer nada para salvar un producto que estaba mal estructurado.
Robert Evans, salpicado en su credibilidad e investigado por causas criminales debido a la sospechosa muerte de uno de los inversores privados de la película, tardó seis años en volver al cine. Regresó en 1990 para colaborar con su viejo amigo, Jack Nicholson, en la secuela de Chinatown, cuyo título era The Two Jakes. A partir de entonces siguió produciendo aunque ya no tuvo entre sus manos ningún otro gran éxito. Su fama de divo y de estar siempre más allá de los demás ha sido parodiada en multitud de ocasiones siendo la más destacada la recreación que compuso Dustin Hoffman en La Cortina de Humo (1997).
En ocasiones, los enemigos, por muy declarados que sean, llegan a conocerte mejor que algunos de tus propios amigos. En el caso de Evans esto se demostró. En una situación de callejón sin salida, con una película que moría antes de empezar, decidió contratar a su mayor enemigo porque sabía que tenía la capacidad de sacarle del embrollo. Lecciones de vida y de cine para futuras generaciones.