Artículo publicado en el 12º número de la revista El Horr.
Cuando Rubalcaba anunció que se iba, lo sorprendente no fue que abandonara, lo sorprendente era que hubiera estado. La primera vez que lo vimos al frente del PSOE, su solo carisma invitaba a pensar: en esta ocasión, el socialismo ha tirado la casa por la ventana, y, con lo que ha quedado dentro, ha montado la secretaría general. Pero, incluso siendo conscientes de ello, costó asimilar que Rubalcaba alcanzara la hazaña más difícil de la historia de la democracia: convertirse en el primer jefe de la oposición con el don de la invisibilidad. Con la de disparates, mentiras, desmanes y abusos que ha perpetrado este Gobierno, cualquier otro político le hubiera sacado las vísceras sobre la mesa del congreso, pero Rubalcaba se sirvió de su posición para que, a la izquierda, ni se le notara. Gracias a Alfredo, los de la rosa llevaban unos años simulando estar desaparecidos, y, sin embargo, a la sombra de lo aparente, lo cierto era que el corazón de la izquierda vivía sin vivir en la Moncloa.
De esa desazón de haber muerto pero sólo un poco, surgió la cuadrilla de Podemos intentando parecer la última mano limpia de esta partida de corruptos indultados. A la cabeza, un líder de juventud insultante que se presentaba a sí mismo con la camisa desabrochada como enseñando todo el patrimonio. Partiendo la pana socialista. Construyendo frases de una cercanía y un sentido tal y tan dirigidas al núcleo de lo que importa que conseguía enmascarar ese aire comunista que los impulsa. Este parvulario releído de la izquierda que habla de frente arrancó contando con el favor de tantos como los otros traicionaron. En las grutas del poder, no sabían ( y siguen sin saber) cómo parar el tsunami. Cuando, en honor a la verdad, fue su vieja política de sentencias vacías, fondos distraídos y exculpaciones la que incubó el éxito de los de Iglesias. La televisión hizo el resto. El peligro que trae esta confabulación de factores es que, con la inmolación del PSOE y el arcaísmo de IU, Podemos podría llegar a ser el relevo, aunque, a muchos, con el discurso de Podemos, nos suceda lo que le ocurrió a Serrat un día en que conoció a alguien así: que me gusta todo de ti, pero tú no.
El resto del socialismo se revolvía en su cama de velcro tachando a Iglesias de populista, porque lo es, pero la observación llegaba sin fuerza ni capacidad de convencer. Un partido de la vieja guardia culpando a otro de populismo es como si Leticia Sabater acusase a Belén Esteban de ser una rubia de bote. Con ello, el PSOE pretendía contraatacar. Con ello y con un Pedro Sánchez que se daba cuenta de que demasiados de los suyos empezaban a coquetear de más con la izquierda de Podemos, una izquierda que no es la suya, como tampoco es suya ya esa antiquísima ideología de algunos integrantes del PSOE que lo alejan de su propio partido sin dejarlo abandonar del todo. Pedro Sánchez quería y quiere ser como esos ciudadanos que aún se sienten españoles pero de otra España. Y, con él, el PSOE pretende ser otro sin dejar de ser el que es.
A la izquierda le han ido saliendo tantas ramificaciones que parece que se nos esté grillando. Y lo más verde que traen estos nuevos brotes es la cruda realidad de fondo que vienen a revelarnos. Que la política es la única profesión en que, cuanto menos currículum se tiene, más apropiado se vuelve el candidato. De manera que el socialismo de toda la vida se ha visto obligado a salirse de su propia historia, aunque con una maniobra tan ladina que irrita al obrero de siempre. En cualquier otra circunstancia, el hecho de que una facción política se divida o se cabree sería motivo de alegría. Porque disentir es pensar. Si muchas personas piensan lo mismo durante mucho tiempo, es que no han pensado mucho. Pero, siendo las circunstancias las que son, esta escisión de última hora, más que una organizada disociación de ideas, parece un sálvese quien pueda. Al final, lo que dejan en el observatorio todas estas caras de una rara moneda es el mismo miedo de ayer a que no haya nada diferente detrás o a que se revele algo todavía peor a lo que ya conocemos.
Esta estampida política sin rumbo a ninguna parte es todo lo que nos faltaba. Cuando el país, más que nunca, necesita aunar esfuerzos, se nos rompen las filas a trozos. La confusión se apodera de todos los estratos. Y, por eso, ¿qué es lo que está sucediendo con la izquierda?, me pregunta mi editor en una tarde de abulia literaria. Pues, ni más ni menos que lo que sucedería con la derecha si el poder no los mantuviera unidos a la fuerza. Ni más ni menos que lo que sucede entre la calle y el congreso. Ni más ni menos que lo que sucede en el conjunto del país. Que un sentimiento común acaba manifestándose en todos los órdenes, por convencimiento o por pura necesidad. Y la desafección se contagia, como se contagió el oscurantismo barroco del alma a la escritura, a la pintura, a la escultura, a la arquitectura... y, de vuelta, al alma.
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