El pasado fin de semana me recibí de runner: corrí por primera vez de un 10k organizado por la marca de zapas Reebok. La experiencia es casi de otro planeta. Ver un domingo a las 8.30 de la matina a casi 10.000 personas diferentes pero vestidas iguales, moviendo los músculos con tanta garra a pesar del polar frío porteño, es digna de aplauso. De hecho ante cualquiera que uno comenta esa experiencia, siempre se produce un elogio que, palabras más, palabras menos, suena a: genial, pero… vos estás loco. Qué tiene que ver todo esto con la música? Todo tiene que ver con las canciones. No hay situación en la vida que no pueda explicarse con una melodía. Pero acá hubo una crisis que provocó una dualidad en mi cultura musical. Igual nada grave, eh.
Minutos antes de largar la motivación fue fogoneada por una retahíla de canciones poperas efectistas, muy en plan propaganda de jugos, y aun bajo mi pesar, ese optimismo me contagió. Me vi entregado a saltar, moverme y gritar, al igual que casi todas las personas que estaban a mi alrededor. El amigo Dessau en un post anterior planteaba la dicotomía Yorke o Montaner. Esos momentos en los que uno se entrega musicalmente y vende el alma al diablo en pos de la felicidad más llana. Música fluo y en pantalones cortos. No hay que sentirse culpable.
Pero por suerte la revancha de mi otro yo musical apareció una hora después, cuando la meta estaba cerca. Si bien nos recibía un duo de presentadores exaltados y la música arriba seguía bien al palo, mi cabeza estaba en otra. La guitarra distorsionada y marcial, la gente alentando desde el costado del camino, los instrumentos rítmicos que se suman, los últimos golpeteos contra el asflato y finamente la explosión del Wake Up de Arcade Fire que acompañaron mi momento más épico del año. Llegué. Volví.
- Señorita, por favor deme un Powerade que no puedo ni hablar.