Muchas son las razones para pararse en la capital de la Maragatería y una, quizás la no menos importante, es el disfrute de sus dulces y chocolates, quién no conoce sus famosas mantecadas. Pero Astorga, enclavada en un pequeño cerro, esconde mucho más.
De sus entrañas, asoma un precioso legado romano que por sus cicatrices delata su origen milenario.
Sus altivas murallas nos hacen llegar los ecos de luchas medievales y de asedios más recientes como los sufridos en la Guerra de la Independencia. Para recordárnoslo, en una de sus numerosas plazas, la de Santocildes, un fiero león aplasta orgulloso con su garra al Águila Imperial Francesa.
Su impresionante catedral gótica símbolo de la gloria de su diócesis, una de las más antiguas de España que hunde sus raíces en el origen del cristianismo, y su Palacio Episcopal, joya del Modernismo español nacido del ingenio de Gaudí, son dos lugares que no se pueden olvidar.
Pero, aunque son numerosos los rincones por los que podríamos perdernos sin alejarnos del centro amurallado que domina la colina, hay un tesoro encerrado en un pequeño palacete a las afueras de la ciudad que no debemos dejar escapar.
En su interior, por salones y habitaciones renovadas que nos recuerdan el glorioso pasado de una industria de otros tiempos, nos vamos adentrando en un mundo de sensaciones y sabores que fascinó a aquellos españoles que cruzaron el Atlántico hace más de cinco siglos y que, entre otras riquezas, se encontraron con el cacao. El proceso de su elaboración hasta convertirlo en chocolate, que más que un trabajo es un arte, se va desgranando poco a poco y descubrimos los pasos que se realizaban. Desde las formas más tradicionales, a “brazo” o “a la piedra” hasta su evolución con maquinaria artesanal.
Vamos descubriendo la importancia que tuvo en esta zona y lo que, durante siglos, significó para el desarrollo de toda la comarca en la que a lo largo de la historia se han contabilizado más de 400 maestros chocolateros y hoy en día se siguen manteniendo varias marcas locales.
Pero por qué aquí. La respuesta hay que buscarla en el siglo XVI. Fue Hernán Cortés el que en 1520 trajo el chocolate a España, un delicioso manjar que formaba parte de la dieta de los aztecas y de los mayas.
Años más tarde se acordó el casamiento de una de sus hijas, María Cortés de Zúñiga, con el heredero del marquesado de Astorga, Álvaro Pérez Osorio y aunque el enlace no se llegó a celebrar ya que fue anulado en el último momento por los futuros cónyuges, para disgusto de Cortés, gran parte de la dote ya había sido entregada por el padre de la novia.
Y he aquí que de un fallido matrimonio surgió una de las mayores fortunas que pudieran suceder, ya que parte de dicha dote había sido pagada en especie, y se cree que gran parte de ella en cacao.
El hecho de que Astorga fuera una ciudad sede de una diócesis muy importante y que el consumo de chocolate pronto se extendiera entre el clero, que veía esta bebida un complemento al que acudir en las épocas de ayuno, sin duda favoreció su producción.
Pero había otros factores, como el clima frío y seco de la zona, que facilitaba el enfriamiento en el suelo del chocolate, sistema que se utilizó hasta la aparición de las cámaras frigoríficas.
Sea como fuere, de aquel disgusto que el conquistador Cortés se llevó, que fue tan fuerte que incluso se presume que le causó la enfermedad que le llevó a la muerte, nació la industria del chocolate en Astorga.
Dulce manjar que durante siglos dio fama y riqueza a esta peculiar ciudad leonesa de la que nos despedimos encantados después de no ser capaces de terminar un impresionante cocido maragato y de pasear por las calles empedradas de Castrillo de Polvazares, hoy destino gastronómico obligatorio, antaño cuna de aquellos arrieros que durante siglos llevaron el mar a los “gatos” de Madrid.