... era la mía cuando, allá por 1993, Martin Scorsese estrenó la excelente adaptación de esta novela. Naturalmente, sólo hoy veo mi inocencia. Por aquel entonces, me tenía por un hombre hecho y derecho, de personalidad arrolladora, que jamás se plegaba a los dictados de la moda ni se rebajaba a ver las películas que la masa veía. Por eso, y por su éxito, que yo recuerdo arrollador, me negué desde el primer momento a ver una película de época, que triunfaba en los cines y que me obligaba a admitir que jamás había oído hablar de la señora Wharton. Si no la conozco, me decía, es porque no vale la pena conocerla.
La edad de la inocencia tiene la apariencia de un soberbio dramón, pero, a diferencia de ese tipo de historias, está narrado con una ironía que decapita sin piedad a todo títere que se le ponga por delante. Esa ironía está presente desde las primeras líneas, con ese distanciamiento que se impone el narrador con respecto a los hechos narrados, que nos refiere no desde el punto de vista de un personaje concreto, sino desde la alta sociedad, la prensa diaria y las buenas lenguas. En ese sistema social donde existen unas formas correctas que lo regulan todo, la entrada en escena de Newland Archer, que llega tarde a la ópera, también derrocha ironía. Su retraso se debe a que Nueva York era una metrópolis, y en las metrópolis llegar tarde a la ópera es "lo que se llevaba". Pero con Archer, se me ocurre que la ironía probablemente empieza con la elección de su nombre.
La Nueva York de La edad de la inocencia es una ciudad mojigata e hipócrita, muy alejada de la imagen esterotipada de frescura y libertad en la que quizá incurrían los europeos de la época. O las épocas, tanto la de la narración, que empieza en 1870 y termina un cuarto de siglo más tarde, o la de su publicación, en 1920. En una de las conversaciones que mantienen Ellen y Newland, ella señala que:
...parece tonto haber descubierto América únicamente para convertirla en una copia de otro país". Sonrió desde el otro lado de la mesa. "¿Piensa usted que Cristóbal Colón se habría tomado tantas molestias simplemente para ir a la ópera con Selfridge Merrys?"
Desde luego, no puede decirse que Newland, con su curioso nombre, que significa "nueva tierra", represente unos valores esencialmente nuevos. Sin embargo, los valores viejos de los que, a su pesar, es incapaz de desprenderse, tampoco son los que Wharton, a la sazón en Europa, añoraba de su tierra natal. Newland Archer es, en efecto, un personaje contradictorio, como lo fue la propia Wharton, tan progresista en algunas ideas, y tan reaccionaria en otras. No obstante, en honor a la verdad, hay que decir que el pobre de Newland tiene más de quiero y no puedo que de hipócrita. Defiende desde el primer momento a la condesa de todos los rumores que aluden a unas costumbres demasiado relajadas, y reivindica su derecho, y el de todas las mujeres, a vivir de manera libre y en igualdad de condiciones que los hombres. Sin embargo, cuando la sociedad requiere de él que, con el fin de evitar un escándalo, disuada a la condesa de sus intenciones de divorciarse, claudica miserablemente.
Con su complejidad, sus dudas, su miedo a ser valiente, y su valor a buenas horas, Archer es un personaje fascinante. También lo es, por supuesto, Ellen, cuya naturalidad constituye un peligroso desafío en la rígida alta sociedad neoyorquina. ¿Tanto miedo a la verdad tiene aquí la gente?, pregunta a su enamorado en una ocasión. Y no menos fascinante es May, la linda mosquita muerta que acaba llevándose el gato al agua. Wharton y May juegan a ratos con el lector, que, al igual que Archer, nunca sabe con certeza cuánto ignora May y cuánto pretende ignorar. Los tres personajes centrales se elevan, así, muy por encima del resto, que, pese a estar necesariamente retratados con menos matices, no dejan por ello de ser auténticos. Al fin y al cabo, ¿no se reduce nuestra vida a dos o tres personas de carne, hueso y alma, y, en un segundo plano, un enorme coro de sombras?
No. Aparte de personas y sombras, nuestra vida también puede reducirse a un puñado de momentos. En algunos casos se trata de los momentos en que todo cambió, y en el caso de los cobardes, el momento en que todo siguió igual y nos quedamos a la espera de ocasiones más calvas. Uno de esos momentos es cuando, en la visita que Archer y May, ya casados, hacen a la señora Manson Mingott, ésta les informa de que Ellen ha venido también de visita, y que se encuentra ahora paseando. Le pide a Newland que vaya a buscarla y éste la encuentra en el muelle, mirando al horizonte. No se acerca a ella, y se limita a observarla desde la distancia. Sin embargo, decide darle una oportunidad más al destino para que éste le dé una oportunidad más a él. Los cobardes pueden ser muy rebuscados. Así, Newland se dice que si Ellen no se ha girado hacia él antes de que el barco que surca el horizonte haya llegado a la altura del faro, volverá solo con su esposa.
El problema, naturalmente, es que con frecuencia la voluntad del cobarde, la de su amada y la del destino no sólo no coinciden, sino que se empeñan en no hacerlo. Esto lo descubre posteriormente Newland, que ve entonces, junto al lector, cómo la figura de Ellen se hace todavía más grande. Y aunque este lector no supo verlo, Martin Scorsese sí se da cuenta de que esa escena anticipa el final de la novela, final que la cámara de Scorsese convierte en glorioso .
Me he dado el gustazo de ver la extraordinaria adaptación que hizo Scorsese de esta novela tan sólo un par de días después de terminar su lectura. Se trata sin duda de una de esas escasas ocasiones en que de una gran obra literaria sale una gran obra cinematográfica, cuando lo habitual es que una de las dos flaquee. Pero el director neoyorquino consiguió no sólo ser completamente fiel a la trama sino también al espíritu de la historia, y, por si eso fuera poco, dándole un carácter personal y original sin caer en excesos de ningún tipo.
En la experiencia de ver la peli después de leer el libro, todos conocemos ese recelo con el que miramos a los actores que van a encarnar a los personajes cuyas voces hemos llegado a oír y cuyos gestos se nos han hecho tan familiares. Pues bien, creo que en pocas ocasiones una actriz ha llegado a apropiarse de un personaje de una manera tan absoluta y perfecta como hace Michelle Pfeiffer con la condesa Olenski. Y mira que Pfeiffer no es, ni mucho menos, una de mis actrices fetiche. De hecho, a bote pronto, sólo sabría nombrar dos títulos de su filmografía: una, la que nos ocupa y, otra, el insufrible coñazo de Los fabulosos Baker boys. Pero su interpretación en La edad... es sencillamente soberbia. Ellen es una mujer más fuerte y libre de lo que la sociedad le permite, pero que, en última instancia, renuncia a hacer uso de esa libertad en beneficio propio. Es una mujer que se ha enfrentado a los abusos de un marido despótico, y que es incapaz de contener sus lágrimas al pensar en el amable hieratismo de los ricachones que la rodean. Es una luchadora capaz de sacrificarse hasta el límite, pero que sabe reconocer cuándo el sacrificio es inane. Cuando aparece Pfeiffer en la pantalla no vemos a Ellen: la reconocemos.
Tan sólo hay una escena donde me hubiera gustado que Scorsese hubiera sido un poco más audaz. Se trata de ese instante terrible que tiene lugar durante la cena de despedida que May organiza para Ellen. Es, por lo tanto, un momento en que todo parece perdido ya para Newland, aunque más tarde veremos que la pérdida será aún mayor. Sentado junto a Ellen y rodeado de la flor y nata de la sociedad neoyorquina, Newland se da cuenta de repente de que ha sido víctima de una confabulación. Todos los presentes, incluso su propia esposa, están convencidos de que la condesa y él son amantes, y entre todos, con sonrisas y maquinaciones, han conseguido separarlos definitivamente y hacer que todo vuelva a su respetable cauce. May olvidará esta canita al aire que ha echado su esposo, quien, a su vez, con el tiempo y la distancia, olvidará este encaprichamiento que tantas tonterías le ha empujado a hacer. Se ha conseguido evitar no un escándalo, palabra que apenas pronuncia nadie en la novela, sino, sencillamente, algo... desagradable.
Wharton describe la escena y los sentimientos de Newland de manera magistral, y por un momento creemos ver a un Donald Sutherland que se acaba de dar cuenta de que todos los invitados a la fiesta son seres de otro planeta que se hacen pasar por humanos. Martin Scorsese, sin embargo, pasa casi de puntillas por esta escena, que pierde así gran parte de su fuerza, al dejar la descripción de los pensamientos de Newland en la voz de la narradora. Tras haber visto antes algunas ligeras licencias artísticas por parte del director, como cuando Ellen y May se dirigen a la cámara para transmitirnos lo que en el libro son cartas, esperaba algo más de esa escena, pero supongo que a Scorsese no le impresionó tanto como a mí. Tampoco nos vamoa a pelear por eso.
Pero si La edad de la inocencia es una obra maestra, cabe suponer que Wharton no nos habla en ella de una nueva versión del tres es multitud, ni nos cuenta la trágica historia de un amor imposible. Por favor, seamos serios. Y como obra maestra que es, también cabe suponer que la idea princicpal, si es que tal cosa existe en la buena literatura, es más bien esquiva. Tomemos, no obstante, un pasaje casi casi escogido al azar. Newland está hablando a Ellen como abogado encargado de su petición de divorcio:
El individuo, en esos casos, casi siempre es entregado en sacrificio a lo que se supone que es el interés colectivo.
¿Dónde está aquí la novela romántica? Pero sigamos con el fragmento en cuestión:
La gente se aferra a cualquier convención que mantenga unida a la familia - para proteger a los niños, si los hay.
Hay quien ha dicho que Wharton escribió una novela sobre América, y más concretamente, sobre una América que ha echado a perder sus posibilidades. En el párrafo mencionado, de hecho, vemos a esa América incapaz de concebir a un candidato a la presidencia que no sea un respetabilísimo marido y padre de familia, como vemos también una imagen del propio Archer, que, ingenuo de él, no se da cuenta de que lo que está revelando a Ellen no es el futuro de ella, sino el suyo propio.
Así es la escritura de Wharton, tan inocente en apariencia, y tan sutil, tan rica en ideas y, por qué no, tan cargada de una elegantísima mala leche.
Cantaba, por supuesto, "M'ama!" y no "él me ama", pues una incuestionable e inalterada ley del mundo musical requería que el texto en alemán de las óperas francesas cantadas por artistas suecos fuera traducido al italiano para una mejor comprensión por parte de una audiencia angloparlante. Esto le parecía tan natural a Archer como todas las otras convenciones que moldeaban su vida...
Y a todo esto, ¿qué hay de la inocencia? Pues que en la novela la hay a porrillo. Se trata de una inocencia a veces real, a veces fingida, a veces metafórica, indivual o colectiva. Pero como lo que más me gusta es hablar de mí mismo, diré que, para inocencia, la del lector que se negó desde el primer momento a ver una película de época, que triunfaba en los cines y que lo obligaba a admitir que jamás había oído hablar de la señora Wharton. La ignorancia es disculpable; la inocencia, no.