— “La revelación del año.” Le Figaro— “Diversión, ligereza y un cuento filosófico. Un éxito. Una obra maestra.” Lire— “Una oda a la belleza.” Aurora Intxausti, El País— “Conmueve desde la crudeza y resulta deliciosa. Su secreto es la elegancia.” Gabi Martínez. Qué leer
— “Un cuento moderno, refrescante e inteligente.” Le Figaro
— “La nostalgia atemporal de Marcel Proust y el frescor de Philippe Delerm… Divertida, inteligente… aérea como un haiku.” L’Express
— “Decir que Muriel Barbery tiene talento es quedarse corto… Tiene un humor devastador.” Le Nouvel Observateur
Leído lo cual, y leída la novela, y aun reconociendo el necesario peloteo para vender la moto inherente al género ditirámbico de las contraportadas, llega el momento de formar con el pulgar e índice de la mano derecha un a modo de rosquilla, alzar el resto de los dedos y, acto seguido, ¡¡¡pppppppprrrrrrffffffffff!!! expeler una larga pedorreta, que es lo que se merece esta cosita del erizo salida de la pluma excretora de Muriel Barbery (una señora que curiosamente, a juzgar por su foto de la solapa, se parece extraordinariamente a Olivia, la novia de Popeye).
Aparte puedo comentar que en esta ocasión coroné con éxito uno de mis grandes anhelos cuando me veo en la obligación de redactar chorricrónicas; o sea, reducir la novela reseñada a un único y solo adjetivo para comodidad de mi legión de lectores. Así que tras darle muchas vueltas, considero que el aplicable a “La elegancia del erizo”, el que le queda pegaíto al cuerpo eeeeeees… trrrrrrrrrrr (redoble)… ¡REPELENTE! En efecto, ésta del erizo es una novela re-pe-len-te, pero no en su acepción de cosa que causa repugnancia sino repelente en el sentido azconiano, repelente de Repelente Niño Vicente, no sé si me explico. Y repelente en tanto el despliegue incesante de una verborrea intelectualoide del mismo jaez que la que encontramos en el equipo franco-belga de Amelie Nothomb (¡otra que tal!), Marie Darrieusecq, Gérard de Cortanze, y hasta el propio Michel Houllebecq, aliñado el conjunto como no podía ser menos por esa admiración/devoción por todo lo japonés tan en boga en nuestros días.
Imaginen los personajes: Una niña marisabidilla, una portera que no tiene alma de portera y un señor japonés que por la sencilla razón de serlo atesora toda clase de virtudes. El escenario, un edificio del París de la haute bourgeoisie, y el medio, la “literatura filosófica”; o sea, ese espacio metaliterario donde los personajes se limitan a ser portavoces de la ideas y teorías del autor. Aderecen semejante gazpacho con unas altísimas dosis de pedantería aromatizada con Eau Cursilitè y como digo, con incesante verborrea referenciada a sesudos pensadores, y ¡hale hop! de ahí surge este erizo que hace al viejo Espinete un divertido compañero de farra. Vaaaaaaaleee… Con todo, puedo reconocer que hasta el decepcionante final, el último tercio no dejó de tener su interés; incluso admito que hay pasajes, sobre todo los correspondientes al diario de la portera, de indudable valor… ¡pero tomar esta parte por el todo y engancharlo a los ditirambos del introito es más difícil que envolver en papel de estraza un escudo del Betis! Prueben si no; pero si llegan a mis conclusiones, no me echen la culpa, por favor. Culpen a la caló.