“Tengo el mundo en una botella y la tapa en mi mano”, cantaba Bessie a comienzos de los años veinte mientras recordaba la barraca en ruinas en la que nació, el 15 de abril de 1894, en Tennessee, aunque nadie nunca le confirmó la veracidad de la fecha. Pobreza extrema y orfandad temprana. Cualquiera sea el orden de la cronología, su semblanza siempre es extraordinaria y no nos deja armar un posible podio. Es simple, sólo hay que escucharla cantar y seguir el itinerario del deseo perpetuo. La hija número ocho de una familia que sólo sabía de miseria empezó a cantar a los siete años en las esquinas de Chattanooga. Tiempo después, cuando el dueño de un club la escuchó y la llevó a una taberna, los centavos del suelo se convirtieron en ocho dólares semanales: había empezado el show. Intentó bailar (fue figurita en la compañía Moses Stokes) hasta que en 1912 firmó su primer contrato; desde entonces la voz le ganó al cuerpo y fue el tañido de una confesión que ensanchaba cualquier ruego hasta volverlo sentencia. Que Frank Walker (productor de Columbia Records) la escuchara cantar en un bar de Selma y que durante dos décadas fuera “la emperatriz de blues” apenas son fragmentos de una vida acariciada con manos lastimadas. Hinchadas y con heridas porque Bessie se peleaba a los golpes cada vez que una mujer se cruzaba en su camino amoroso. Bessie se enamoraba de hombres y de mujeres con la misma pasión y así la defendía. Pero los puños sangrantes no eran sólo para defender romances turbulentos, también le sirvieron para derrotar a una banda del Ku Klux Klan que una noche se infiltró en uno de sus conciertos. Nadie la paraba, era ella y el alcohol, ella y las drogas, ella y una vida sin descanso. La mujer de las palizas, la dama generosa –siempre ponía dinero en el bolsillo vacío de los amigos–, la camorrista erótica era la misma mujer que arrasaba escenarios con una “dicción clara y rotunda, una afinación extraordinaria y una voz perfectamente centrada, emitida con naturalidad y sin esfuerzo, controlando la altura de cada una de las notas”. Señora del esplendor, su voz se podía escuchar desde la calle cuando cantaba en el Paradise Garden de
Chicago. Rodeada entre otros por Armstrong, Hawkins, Bailey y Johnson, Bessie (la chica con nombre de perro) brilló hasta que la Gran Depresión tapó el cielo norteamericano. Durante la estación umbría, sus inflexiones tan sensuales como vehementes tuvieron que volver a escucharse en bares perdidos frente a un público sordo. El 26 de septiembre de 1937, cuando la oscuridad empezaba a encenderse y los teatros abrían otra vez las puertas, Bessie tuvo un accidente y murió. Fue en la ruta 61 de Mississippi, durante una gira con la compañía del musical Broadway Rastrus. Pero ni siquiera su muerte trágica pudo terminar con la saga ambulante, porque a partir de ese momento las versiones sobre el destino de Bessie la mantuvieron viva aunque ya estaba muerta por abandono, muerta por ser negra, muerta porque el hospital más cercano era para blancos y entonces sólo podía estar otra vez muerta y en una tumba sin nombre. Fueron muchas las chicas –como
Billie Holiday y
Janis Joplin (que años después se encargó de ponerle nombre a la lápida desamparada de la mujer que “le mostró el aire y le enseñó cómo llenarlo”)– que cantaron como si ella las acompañara naturalmente frente al micrófono. No importaba que el pez estuviera en el aire y que el día estallara de sol en todos los poros del verano, porque para Bessie el único objeto de obsesión era el extraño fruto que colgaba del árbol más próximo a su despertar.
Por Marisa Avigliano
Fuente: Página/12