Las ciudades, con los siglos, crecen. Es más: opinan, piensan y respiran niebla matinal. Viven, aprenden en plazas engalanadas y callejones con hedor a orín. Su corazón late con las campanadas de domingo. Están tan, tan vivas que sufren en la adolescencia acné ciudadano. Las ciudades, como cualquier ser vivo no vivo, se hacen mayores de edad. Cuando su pizarra peina canas y los cuerpos de granito son historia, se independizan de los habitantes.
Las ciudades también sufren enfermedades, cepas resistentes de virus mandamases, combatidas con mandamenoses. Los microorganismos son tan resistentes que, en ocasiones, se necesitan miles de anticuerpos recogiendo firmas para atajar síntomas. Algunas ciudades enfermas se prostituyen para llamarse “dormitorios”; otras aúllan, tosen, se quejan y gangrenan de avaricia. Una de las enfermedades enquistadas es el oro (en horas inseguras el oro es valor seguro).