La enfermedad de Corcoesto

Por Cooliflower

Las ciudades, con los siglos, crecen. Es más: opinan, piensan y respiran niebla matinal. Viven, aprenden en plazas engalanadas y callejones con hedor a orín. Su corazón late con las campanadas de domingo. Están tan, tan vivas que sufren en la adolescencia acné ciudadano. Las ciudades, como cualquier ser vivo no vivo, se hacen mayores de edad. Cuando su pizarra peina canas y los cuerpos de granito son historia, se independizan de los habitantes.

Los edificios grises o naranja ladrillo, con ojos entornados al sol, hablan entre ellos con muecas rectangulares, comentan el paso de las estaciones; se cartean con palomas y vuelan bolsas de plástico los días festivos. Cotillean los portales, y observan a los jóvenes meterse mano, escondidos en los guiños de las calles. Las ciudades se preocupan y reúnen por y para sí mismas. Miran por la salud de las construcciones raquíticas, a medio hacer, sin una cucharada de hormigón que llevarse a los cimientos. También ven con buenas ventanas los cielos nocturnos, en las noches de luces apagadas. Y disfrutan de los chopos que adornan el balcón de sus avenidas.

Las ciudades también sufren enfermedades, cepas resistentes de virus mandamases, combatidas con mandamenoses. Los microorganismos son tan resistentes que, en ocasiones, se necesitan miles de anticuerpos recogiendo firmas para atajar síntomas. Algunas ciudades enfermas se prostituyen para llamarse “dormitorios”; otras aúllan, tosen, se quejan y gangrenan de avaricia. Una de las enfermedades enquistadas es el oro (en horas inseguras el oro es valor seguro).