La enfermedad llamada ser humano

Por Sofogebel

por Leonardo Boff -Teólogo, filósofo e escritor
Esta frase es de F. Nietzsche y quiere decir que el ser humano es un ser paradójico, sano y enfermo: en él viven el santo y el asesino. Bioantropólogos, cosmólogos y otros afirman: el ser humano es a un mismo tiempo sapiente y demente, ángel y demonio, dia-bólico y sim-bólico.
Freud dirá que en él hay dos instintos básicos: uno de vida que ama y enriquece la vida y otro de muerte que busca la destrucción y desea matar. Importa enfatizar que en él coexisten simultáneamente las dos fuerzas. Por eso, nuestra existencia no es simple sino compleja y dramática. En ocasiones predomina la voluntad de vivir y entonces todo irradia y crece. En otros momentos gana la partida la voluntad de matar y entonces se producen violencias y crímenes como el que ocurrió recientemente en Río de Janeiro.
¿Podemos superar este desgarro en el ser humano? Fue la pregunta que A. Einstein planteó a S. Freud en una carta del 30 de julio de 1932: "¿Existe la posibilidad de dirigir la evolución psíquica al punto de tornar a los seres humanos más capaces de resistir a la psicosis del odio y de la destrucción?” Freud respondió con realismo: "No existe la esperanza de suprimir de modo directo la agresividad humana”. Lo que podemos hacer es recurrir a vías indirectas, reforzando el principio de vida (Eros) contra el principio de muerte (Thanatos). Y terminaba con una frase resignada: "hambrientos, pensamos en el molino que muele tan lentamente que podríamos morir de hambre antes de recibir la harina”. ¿Será este nuestro destino?
¿Por qué escribo estas cosas? Por causa del demente que el día 5 abril mató a balazos a 12 estudiantes inocentes de entre 13-15 años y dejó 12 heridos en una escuela de un barrio de Río de Janeiro. Ya se han hecho un sinnúmero de análisis, y se han sugerido innumerables medidas como la de restringir la venta de armas, montar esquemas de seguridad policial en cada escuela y otras. Todo eso tiene su sentido. Pero no toca el fondo de la cuestión. La dimensión asesina, seamos concretos y humildes, habita en cada uno de nosotros. Tenemos instintos de agredir y de matar. Está en la condición humana. Poco importan las interpretaciones que le demos. La sublimación y la negación de esta anti-realidad no nos ayudan. Hay que asumirla y buscar formas de mantenerla bajo control e impedir que inunde la conciencia, fortalecer el instinto de vida y asumir las riendas de la situación. Freud lo sugería: todo lo que have crear lazos emotivos entre los seres humanos, todo lo que civiliza, toda la educación, todo arte y toda competición por lo mejor, trabaja contra la agresión y la muerte.
El crimen perpetrado en la escuela es horripilante. Los cristianos conocemos la matanza de los inocentes ordenada por Herodes. Por miedo a que Jesús, recién nacido, fuera más tarde a arrebatarle el poder, mandó matar a todos los niños de los alrededores de Belén. Los textos sagrados traen las expresiones más conmovedoras: "En Ramá se oyó una voz, mucho llanto y gemidos: es Raquel que llora sus hijos y no quiere ser consolada porque ya no existen” (Mt 2,18). Algo parecido ocurrió con los familiares de las víctimas.
Este hecho criminal no está aislado de nuestra sociedad. Esta no es que tenga violencia, es peor, está montada sobre estructuras permanentes de violencia. Aquí valen más los privilegios que los derechos. Marcio Pochmann en su Atlas Social do Brasil nos trae unos datos estremecedores: El 1 % de la población (cerca de cinco mil familias) controlan el 48% del PIB y el 1% de los grandes propietarios detenta el 46% de todas las tierras. ¿Se puede construir una sociedad de paz sobre semejante violencia social? Estos son aquellos que abominan hablar de reforma agraria y de modificaciones en el Código de la Floresta. Valen más sus privilegios que los derechos de la vida.
El hecho es que en las personas perturbadas psicológicamente, la dimensión de muerte, por mil razones subyacentes, puede aflorar y dominar la personalidad. No pierden la razón. La usan al servicio de una emoción torcida. El hecho más trágico, estudiado minuciosamente por Erich Fromm (Anatomia de la destructividad humana, 1975) fue el de Adolf Hitler. Desde joven fue tomado por el instinto de muerte. Al final de la guerra, al constatar la derrota, pide al pueblo que destruya todo, envenene las aguas, queme los suelos, liquide los animales, derribe los monumentos, se mate como raza y destruya el mundo. Efectivamente él se mató y todos sus seguidores próximos. Era el imperio del principio de muerte.
Corresponde a Dios juzgar la subjetividad del asesino de la escuela de estudiantes. A nosotros condenar lo que es objetivo, el crimen de gravísima perversidad, y saber localizarlo en el ámbito de la condición humana. Y usar todas las estrategias positivas para hacer frente al Trabajo de lo Negativo y comprender los mecanismos que nos pueden subyugar. No conozco otra estrategia mejor que buscar una sociedad justa, en la cual el derecho, el respeto, la cooperación, la educación y la salud estén garantizados para todos. Y el método que nos indica Francisco de Asís en su famosa oración: llevar amor donde reina el odio, perdón donde hubiere ofensa, esperanza donde hay desesperación y luz donde dominan las tinieblas. La vida cura la vida y el amor supera en nosotros el odio que mata.
Fuente: adital.com.br