Acabo de leer de un tirón este libro entrañable. Escrito con agilidad, nos revela mil y un detalle de la múltiple y rica personalidad del nuevo Papa: hogareño, patriota, argentino, jesuita, educador, comprometido con los pobres, misericordioso, asertivo cien por cien, ubicado en su realidad y el tiempo que le toca vivir, directo, acogedor, activo pero contemplativo, que nos llena de paz y ganas de vivir para mejorarnos y mejorar la iglesia y el mundo. Recomendable cien por cien...
Les comparto la reseña: http://www.revistacriterio.com.ar/nota-tapa/libro-el-jesuita-conversaciones-con-el-cardenal-jorge-bergoglio/comment-page-1/#comment-45580
El jesuita (Conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio)
Con prólogo del rabino Abraham Skorka, este libro-entrevista abunda en expresiones que podrían recordar al polémico y poco obediente jesuita Leonardo Castellani, y que por momentos evocan la prosa barrial y magnética de Leopoldo Marechal.
Jorge Mario Bergoglio –el primer hijo de Ignacio de Loyola que llega a arzobispo de Buenos Aires– y, según trascendidos, un cardenal muy votado en el pasado cónclave, cuenta de él en este texto que bien puede ser definido insólito dada su conocida y obcecada negativa a todo tipo de requerimiento periodístico. Su habitual silencio guarda similitud con el del caudillo radical Hipólito Yrigoyen, que ganaba poder dejando la interpretación de sus intenciones a los hermeneutas de sus parcos gestos. En cambio, aquí Bergoglio relata muchos aspectos de su vida, desde los estrictamente personales o familiares hasta los políticos.
Sobre el camino que decidió a los 21 años explica: "Lo que estaba claro era mi vocación religiosa. Entré a la Compañía de Jesús atraído por su condición de fuerza de avanzada de la Iglesia, hablando en lenguaje castrense, desarrollada con obediencia y disciplina. Y por estar orientada a la tarea misionera". En sus respuestas no falta la ironía, como cuando cuenta que le hubiera gustado ir a misionar a Japón, y remata: "Unos cuántos se hubieran salvado de mí acá si me hubieran enviado allá".
Su inclinación por la literatura argentina aparece tanto en el texto final sobre el Martín Fierro como en frases sueltas: "Siempre me impresionó lo que comenta Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra, que su vida estuvo signada por el agua. Cuando era chico semejaba un arroyito saltarín entre las piedras; cuando era un hombre, un río impetuoso; y de viejo, un remanso". Cuando estaba en Santa Fe, para estimular a los alumnos "les hacía escribir cuentos y en un viaje a Buenos Aires se los mostró nada menos que a Jorge Luis Borges", a quien luego llevaría a dictar una conferencia al colegio de la Inmaculada Concepción.
Este sacerdote de inconfundible olfato político impresiona a veces por la seguridad de sus afirmaciones y, al mismo tiempo, desconcierta con algunas frases: "No tengo todas las respuestas. Ni tampoco todas las preguntas. Siempre me planteo más preguntas, siempre surgen preguntas nuevas. Pero las respuestas hay que ir elaborándolas frente a las distintas situaciones y también esperándolas. Confieso que, en general, por mi temperamento, la primera respuesta que me surge es equivocada. Frente a una situación, lo primero que se me ocurre es lo que no hay que hacer. Es curioso, pero me sucede así. A raíz de ello aprendí a desconfiar de la primera reacción. Ya más tranquilo, después de pasar por el crisol de la soledad, voy acercándome a lo que hay que hacer. Pero de la soledad de las decisiones no se salva nadie".
Acaso el testimonio más esperado por el periodismo es el que se refiere a la última dictadura militar y a las calumnias que le tocó sufrir. Habla de los sacerdotes Yorio y Jalics, secuestrados y finalmente liberados, explica: "Para responder tengo que contar que ellos estaban pergeñando una congregación religiosa, y le entregaron el primer borrador de las Reglas a los monseñores Pironio, Zazpe y Serra.
Conservo la copia que me dieron. El superior general de los jesuitas quien, por entonces, era el padre Arrupe, dijo que eligieran entre la comunidad en que vivían y la Compañía de Jesús, y ordenó que cambiaran de comunidad. Como ellos persistieron en su proyecto, y se disolvió el grupo, pidieron la salida de la Compañía. Fue un largo proceso interno que duró un año y pico. No una decisión expeditiva mía.
Cuando se le acepta la dimisión a Yorio, también al padre Luis Dourrón, que se desempeñaba con ellos –con Jalics no era posible hacerlo porque tenía hecha la profesión solemne y solamente el Sumo Pontífice puede hacer lugar a la solicitud– corría marzo de 1976, más exactamente era el día 19, o sea, faltaban cinco días para el derrocamiento del gobierno de Isabel Perón. Ante los rumores de la inminencia de un golpe, les dije que tuvieran mucho cuidado. Recuerdo que les ofrecí, por si llegaba a ser conveniente para su seguridad, que vinieran a vivir a la casa provincial de la Compañía".
Cuando se le pregunta por el encono de Hebe de Bonafini, de las Madres de Plaza de Mayo, dice: "Hay que ponerse en el lugar de una madre a la que le secuestraron a sus hijos y nunca más supo de ellos, que eran carne de su carne; ni supo cuánto tiempo estuvieron encarcelados, ni cuántas picaneadas, cuántos latigazos con frío soportaron hasta que los mataron, ni cómo los mataron".
El libro da pistas para conocer a una persona particularmente amada por su clero, temida por el gobierno de los Kirchner (sus silencios molestan más que sus palabras), respetada entre sus pares en el episcopado, muchas veces más admirada por intelectuales ajenos a la Iglesia y miembros de otros credos que en ambientes católicos. Esperanzado con la Iglesia y moderadamente optimista con el futuro de nuestro país, arriesga: "Es lo que siento. Puedo equivocarme. Nosotros no lo veremos, lo verán nuestros hijos. Como aquel cuento de los dos curas que están charlando sobre un futuro concilio y uno pregunta: '¿Un nuevo concilio va a suprimir el celibato obligatorio?' Y el otro responde: 'Parecería que sí'. Pero el primero concluye: 'De todas maneras, nosotros no lo vamos a ver; lo verán nuestros hijos'".