Qué disgusto tengo. Sólo de pensar en la pobre Suri con su modesta carta a los reyes por valor de cien mil dólares se me saltan las lágrimas. Créanme si les digo que arrancarme las uñas una a una me hubiera dolido menos que soportar los ciento treinta minutos que dura Jack Reacher. Ni la euforia que me produce comerme palomitas hasta que se me escarchan los labios y la lengua fue capaz de paliar la desazón que me entró con tanto despropósito cinematográfico.
No se vayan a creer que en lo que al séptimo arte se refiere soy una exquisita. Ni mucho menos. Se me eriza todo el sistema capilar cada vez que me ponen la bandera americana detrás de un soldado yendo o viniendo de Vietnam. Y me encantan las películas de equipos de béisbol que se crecen ante la adversidad. Me da igual que los jugadores sean viejas glorias o prepúberes asociales. Nunca me cansaré de ver como el niño con sobrepeso firma el home run definitivo bajo la atenta mirada del pitcher bizco y el catcher empollón. Que el equipo contrario siempre vaya super bien equipado de negro y amarillo no hace más que hacer más memorable la victoria del equipo modesto con su uniforme blanco y verde comprado con la donación de un veterano de guerra con mal genio pero buen corazón. No falla.
Reconozco incluso que la película del equipo de bobsleigh jamaicano la he visto no una ni dos, sino tres veces, y que lloré amargamente cuando Corky consiguió cruzar la línea de meta en una competición de atletismo escolar. El otro día sin ir más lejos el padre tigre y yo nos tragamos una película de bailarines de breakdance que no tenía desperdicio. Ni cuando muy oportunamente se puso a llover a cántaros para que les quedara más lucido el baile final con el que los adolescentes de academia les dieron en las narices a las bandas callejeras.
Hace ya unos cuantos años me las vi en una entrevista muy pintona con una panda de banqueros de inversión parisinos. De esos que son finos finísimos a la par que intelectuales y cultivados. De los que en los casual Friday se ponen jerseys negros de cuello vuelto. De cachemir. Del bueno. En un momento de la entrevista me preguntaron cuál era mi película preferida. Podría haberme tirado el pisto citando alguna película de culto francesa o algún director de esos alemanes que hacen películas que, a pesar de ser infumables, por lo visto son buenísimas. Podría incluso haber tirado de Ciudadano Kane. Nadie cuestiona los clásicos. Pero no. Les miré fijamente y dije muy alto y muy claro: Armageddon. Por si les quedaba alguna duda añadí: la de Bruce Willis. Y no mentía. No se le ha hecho justicia a esa escena en la que Liv Tyler acaricia con una tristeza infinita la pantalla nevada mientras su padre en la vida real canta I don’t wanna miss a thing con voz desgarrada.
Desde luego a lucirme en entrevistas no me gana nadie. En otra para una empresa muy yankee me preguntaron si me gustaba trabajar en equipo. Ni corta ni perezosa dije que no. Lo que a la sazón es una verdad como un templo. Pero hoy estoy aquí para evitar que cometan un terrible error. No se les ocurra, ni en pintura, pagar ni un euro ni medio para ver Jack Reacher. Es más, no vayan a verla ni gratis. Su tiempo vale más que esta película de la que no se salva ni el tórax desnudo de Cruise. Es mala. Malísima. Sin más.
Con todo el dolor de mi corazón, querido Tom, hemos terminado.
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