Los amigos de la maravillosa Revista Un Caño de Argentina recuerdan la historia en este buen artículo de Pablo Cheb, y destacan que en medio de las tensiones políticas de ese 1938, cuando Alemania ya se había anexado Austria en busca de las “fronteras naturales del Tercer Imperio” y afilaba sus garras para comerse a Polonia, los jugadores fueron obligados a realizar el “heil Hitler” por la FA, pues así era la cosa: Alemania era el deber ser y era una descortesía romper los protocolos de homenaje al líder mundial.
Lo lindo es que Un Caño también nos recuerda que los seleccionados ingleses también saludaron así a Mussolini en 1939, justo antes de la Guerra, pero claro, para nuestra mirada actual los malos eran los alemanes, no los italianos… en fin.
La pregunta es: ¿Colombia también fue Nazi? Más allá de la idiotez salida de contexto, anacrónica y sin sentido de los neonazis colombianos de hoy en día que apoyan al procurador Ordóñez y hablan de “raza superior” en una nación pluriétnica y multicultural, en los 30 las ideas del nacionalsocialismo calaron profundamente en nuestra sociedad.
No se trató solamente de migración alemana entre guerras, como relatan las novelas El jardín de las Weismann de Jorge Eliécer Pardo y Los Informantes de Juan Gabriel Vásquez, se trató de una relación política tan cercana, que incluso Colombia entró en la mirilla de la sospecha de Estados Unidos al comenzar en 1939 la II Guerra Mundial, como bien lo retrata esa tremenda investigación de Silvia Galvis y Alberto Donadio llamada Colombia Nazi.
Teníamos juventudes con camisas pardas, lineamientos políticos de clara tendencia Nazi (encabezados por Laureano Gómez), reuniones del partido llenas de esvásticas y banderas alusivas al nacionalsocialismo alemán (ver foto al lado de una reunión en Barranquilla, tomada de Colombia Nazi), pero sobre todo teníamos una idea fundamental del fascismo que se basaba en buscar la superioridad de la raza.
Insisto, hoy parece un mal chiste, pero incluso el primero Ministro de Educación (1934) y luego Canciller de la República (1938) Luis López de Mesa era un defensor de una política de mejoramiento de la raza en la que se prohibiera el mestizaje con indígenas y negros, y se estimulara la llegada de alemanes. Fue él quien cerró las fronteras del país a los judíos que huían de Alemania.
Pero la superioridad racial era un tema vital para las diferentes naciones del mundo de los 30, no sólo para Colombia: la raza italiana tenía que demostrar que era superior y por eso no quiso disputar el Mundial del 30 en Uruguay, no fuera que ese equipo con negros los humillara como había pasado con las otras naciones europeas en los Olímpicos del 24 y el 28, y precisamente por eso se convirtió en cuestión de estado ganar los Mundiales de del 34 y 38, con amenazas a técnico y jugadores a bordo en el ya mítico “vencer o morir” de Mussolini.
Hitler siguió el ejemplo y organizó los Olímpicos de Berlín en 1936 para demostrar la superioridad de la raza alemana, hecho que quedaría para la historia en Olympia, un documental en dos partes de Leni Riefenstahl, la genio cinematográfica de la propaganda Nazi, en las que se muestra la belleza, el poder físico, el sacrificio y el heroísmo de la considerada “raza superior” por ellos, López de Mesa y Laureano.
Por supuesto, el deporte era la clave para tener una “raza superior” y Colombia lo entendió pronto. En 1928 se realizaron los primeros Juegos Deportivos Nacionales para reunir a lo más granado de la juventud y tratar de seguir el ejemplo de Uruguay, primer país sudamericano en lograr medallas de oro en los Olímpicos, codeándose así con las potencias mundiales. Bien lo escribió la entonces popular revista bogotanaEl Gráfico ese año, tras el bicampeonato olímpico de los uruguayos: “Colombia no ha participado aún en el torneo universal; su bandera no ha flotado con las ondulaciones del triunfo en el palenque cosmopolita como lo hicieron los pabellones del Uruguay y la Argentina. Ello se debe a que nuestro país asimila de manera tardía los sistemas implantados en los Estados de alta civilización”[1]
El tema era ese: ser “civilizados”, ser” europeos”, ser más blancos, y la clave era el deporte, como bien lo registró la ya desaparecida revista Deportivas en su primer número en 1931: “Es que el deporte está absorbiendo la gloria que correspondió exclusivamente a los ejércitos. Es una ventaja de la civilización. El deportista es en su verdadero concepto un arquetipo físico y moral de la raza”[1].
Por eso, para mejorar la raza, el presidente de la República entre 1930 y 1934, Enrique Olaya Herrera, tomó medidas como respaldar los Juegos Deportivos Nacionales de Medellín en 1932 y, sobre todo, firmar el decreto 1734 de 1933 para que se creara la Comisión Nacional de Educación Física con el fin de construir un estadio nacional en Bogotá, lograr que Colombia participara en el Mundial de fútbol de 1934 y desarrollar y divulgar los deportes en la clase obrera. Lo primero se cumplió en 1938 con la inauguración del ‘Nemesio Camacho’ El Campín, lo segundo se quedó en veremos (la primera Selección Colombia fue de 1935) y lo tercero condujo a la aparición de clubes de obreros en diferentes fábricas del país como Indulana o Unión en Medellín, que se fundirían en el Atlético Municipal, al que hoy conocemos como Atlético Nacional.
Pero la medida que nos metió de lleno en la idea de deporte como mejoramiento de la raza y refuerzo de la identidad nacional fue la creación de los Juegos Bolivarianos de 1938. Alberto Nariño Cheyne llevó a Berlín 36 la idea de unas justas regionales en Sudamérica que sirvieran para ampliar el calendario olímpico y promovieran la idea de panamericanismo que imperaba en la región tras la guerra entre Colombia y Perú de 1932 (en la que, por cierto, fue fundamental el apoyo de los inmigrantes alemanes), y entre vítores y banderas con esvásticas se anunció la primera edición de los Juegos entre las naciones bolivarianas que se disputarían en Bogotá, que ya tenía el plan del estadio El Campín y contaba con las canchas y campos de la Universidad Nacional.
Estos quedaron para la historia por el triunfo general de Perú (para malestar nacional pues las heridas de la guerra aún estaban abiertas), por la polémica que generó la conformación de la Selección Colombia de fútbol a cargo del argentino Fernando Paternoster (subcampeón mundial del 30), ya que cada región exigía a sus jugadores y al final nadie quedó contento, especialmente porque los de la franja roja nos golearon 4-2 (vale la pena recordar, ese equipo de Perú había sido cuartofinalista de Berlín 36, eliminado en una polémica histórica marcada por el racismo); por el oro colombiano en baloncesto (en la que además fue la primera transmisión radial del que luego sería el legendario Carlos Arturo Rueda), por la inauguración del estadio El Campín y, sí, por la demostración proNazi de nuestras juventudes bolivarianas.
Sí, Colombia también fue proNazi y se vio simbólicamente en esos Juegos Bolivarianos del 38, pero sobre todo en nuestra forma de asumir el deporte como una cuestión de mejoramiento de la raza. Parafraseando a Borges, el nazismo fue popular -muy, muy, muy popular- porque la estupidez es popular. Lo irónico es que aún pasa…
Fuente: GOLCARACOL