(Por Beatriz Sarlo) Una historia futura del costumbrismo político podría ubicar el reciente discurso de Boudou como el comienzo explícito de la “era de la desfachatez”. Me atrevería a discutir esa fecha fundacional. Boudou merece pasar a la historia, pero el suyo no es el primer capítulo. Su performance decadente y toda su personalidad pública son producto de algo que viene de más lejos. Por cierto, esto no lo exime moralmente, porque eligió ser lo que es.
El menemismo no sólo era un régimen sobresaliente por la corrupción, aunque haya sido María Julia Alsogaray la única que pagó con sentencia firme (purgando también la maldición de un apellido), mientras quedó impune la voladura de un polvorín y, casi, de un pueblo entero para ocultar un contrabando de armas organizado desde el gobierno. El menemismo no fue sólo un régimen donde esas cosas sucedían, mientras la Argentina productiva se derrumbaba. También fue el régimen que permitió la impunidad en las costumbres de los poderosos y, en primer lugar, de los gobernantes. Con el menemismo se difunde la idea de que no hay reglas, sino discursos que explican lo que, combinando lo negativo y lo supuestamente positivo, se llamó “transgresión”. Paradójicamente, esa palabra, en vez de caer con Menem, se recicló para aplicársela a Kirchner como descripción de una virtud.
Los ricos fueron fashion . A la inversa de lo que sucede en algunos países capitalistas, la tendencia argentina fue parecer incluso más ostentoso que millonario, si esto era posible. En algunas democracias europeas, sobre todo las nórdicas, los ricos (que entregan buena parte de sus ganancias como impuestos directos sobre sus personas físicas) consideran de mal tono las exhibiciones resplandecientes, los objetos brillosos y las marcas demasiado visibles. A veces, aunque cada vez más raramente, conservan huellas de una pretérita discreción. Gastan, pero también contribuyen con millones a obras comunitarias. Se sabe que esa hipocresía o esa moral son preferibles al cinismo del todo vale. En Francia, el estilo de Sarkozy, típico de la burguesía de banqueros y nuevos capitalistas de Neuilly, fue caratulado como bling-bling . No era una crítica al capitalismo sino a los modales groseros, el desenfado en el gasto personal y las amistades vistosas, propietarias de yates descomunales.
Cuando llegó del exilio, David Viñas, que tenía un ojo sagaz para percibir lo social, preguntaba: ¿quiénes son estas gentes? Caminábamos por Recoleta y Viñas no reconocía lo que, quince años antes, había visto allí. ¿Quiénes son estas gentes? Eran los enriquecidos de la dictadura, que se cruzaban con los viejos ricos que, en la Argentina, pocas veces han tenido prejuicios aristocráticos cuando se trata de dinero o poder. Viñas también había visto “esa gente” cuando estaba exiliado en Madrid y llegaban los turistas con los dólares de la tablita de Martínez de Hoz. Lo que entonces se descubría como novedad se coronó desde el gobierno en los años del menemismo. El capitalismo argentino, que nunca fue muy virtuoso y que no se comporta correctamente sin vigilancia, controles, fiscalizaciones públicas y estatales, organizó un gigantesco carnaval para pudientes.
El kirchnerismo, que dio varias batallas culturales, no rompió con el glam del menemismo. No voy a referirme a la Presidenta. Néstor Kirchner se había enriquecido durante los años anteriores y siguió aumentando sus bienes; sin embargo, su estilo desgalichado era todavía el que llevó a la unidad básica “Los muchachos peronistas”, a comienzos de los años 80. Al mismo tiempo, su idea de fortalecer un capitalismo local no tomó precauciones éticas. Los amigos se trasmutaron vertiginosamente en empresarios. En todas partes hay capitalistas del juego, pero no en todas partes tienen esa cercanía con el presidente, para mencionar el ejemplo más conocido. Kirchner anduvo siempre a los manotazos con los capitalistas. Los favoreció, los cooptó, los presionó, les concedió prebendas, se las quitó. Cuando Kirchner viajó por primera vez a España, según dichos de los empresarios que escucharon sus intervenciones, “los puso a parir”: es decir que les exigió capitalismo emprendedor, el que necesitaba la Argentina.
Los estilos personales marcan la política. Alfonsín, un hombre modesto; Menem, un sensual, que no interponía barreras entre lo público y lo privado. A Kirchner le gustaba demasiado la acumulación de una fortuna personal para ponerse a dar sermones. A veces lo hacía. A veces, como en el caso del campo, le salió mal.
Una cultura del “todo vale” se compatibiliza bien con un capitalismo del todo vale, empezando por la corrupción y los negocios de amigos. Es complicado hacer un corte entre el tardocapitalismo y su cultura. El fracaso de otro tipo de organización económica ha demostrado su incompatibilidad no sólo con la democracia sino también con el crecimiento. Pero el capitalismo todavía tiene una doble deuda que no es seguro que pueda cubrir: la decadencia de su cultura en términos éticos y de solidaridad, por una parte; la banalidad de sus principales emblemas de consumo, por la otra.
Boudou pertenece a esta clase de sujetos inconscientes del agravio que produce su perfecta comodidad en el corazón de la cultura tardocapitalista. Tampoco percibe el agravio de su superficialidad. No irrita tanto porque, simplemente, existe Tinelli que concentra la indignación y permite soportar todo lo demás como si fuera un mal menor. Pero Tinelli no es vicepresidente.
Boudou exhibe una mentalidad arrasada. Esto es así aunque la Justicia pruebe su inocencia. La revista, pagada con avisos del Estado, que publicó su pareja, despliega gráficamente la extravagante superficialidad del medio en que prospera. Sobre un escenario como guitarrista de una banda, hoy no enciende el escándalo que atizó María Julia Alsogaray simplemente porque han pasado dos décadas y se ha hecho más profunda la herida de una cultura que se fortaleció en los años 90 y cuyos efectos sobre el imaginario no se han contradicho. Con campera de cuero, Boudou va desnudo sobre su Harley Davidson, por las calles semidesiertas de Puerto Madero.