Se nos pide que aceptemos, por ejemplo, que no hay peligro en consumir alimentos que contienen organismos genéticamente modificados (OGM) porque según los expertos no existen pruebas de lo contrario ni razones para pensar que la alteración específica de unos genes en un laboratorio sea más peligrosa que su alteración indiscriminada. Pero hay quien piensa en la idea de transferir genes de una especie a otra y se imagina a un científico loco haciendo estragos. Frankenstein se aparece en nuestra mente rápidamente.
La cabra araña. El Centro de Historia Postnatural de Pittsburgh expone ejemplares disecados de organismos genéticamente modificados, como Freckles, una cabra criada para que su leche contenga una proteína de la seda de la araña, que algún día podría transformarse en una fibra de uso comercial. No hay pruebas de que los OGM sean nocivos para la salud humana, pero la preocupación pública ha hecho que en 64 países se hayan aprobado leyes que exigen su identificación en el etiquetado de los alimentos.
Cuando el mundo es un hervidero de peligros reales e imaginarios no es fácil distinguir cuáles son unos y cuáles los otros. ¿Deberíamos temer que el virus del ébola, que únicamente se transmite por contacto directo con fluidos corporales, mute y comience a transmitirse por vía aérea? Hay consenso científico en considerar que eso sería extremadamente improbable: nunca se ha visto que un virus cambie radicalmente su modo de transmisión en humanos y tampoco hay la más mínima prueba de que la última cepa del ébola vaya a ser una excepción. Pero si uno teclea “transmisión aérea del ébola” en un buscador de internet, accederá a una distopía en la que el virus en cuestión posee poderes casi sobrenaturales, entre ellos el de matarnos a todos.
En este mundo desconcertante debemos decidir en qué creer y actuar en consecuencia. En principio, para eso existe la ciencia. Pero para la mayoría de nosotros el método científico de decidir si algo está basado en las leyes de la naturaleza, no surge de manera natural. Y por eso metemos la pata, una y otra vez, creyendo que son verdaderas cosas que, en realidad, son falsas.
Una tercera parte de los estadounidenses cree que los humanos existimos en nuestra forma actual desde el principio de los tiempos.
Y así toda la vida, huelga decirlo. El método científico nos conduce a verdades que no son obvias en absoluto, a menudo son asombrosas y a veces difíciles de aceptar. A principios del siglo XVII, cuando Galileo afirmó que la Tierra rotaba sobre su propio eje y giraba alrededor del Sol, no solo estaba rechazando la doctrina de la Iglesia: pedía a la gente que creyese en algo que iba en contra del sentido común (porque realmente da la impresión de que el Sol da vueltas alrededor de la Tierra, y porque nosotros no percibimos que la Tierra rote). Galileo fue llevado a juicio y obligado a retractarse. Dos siglos después Charles Darwin se libró de ese mal trago, pero su idea de que todos los seres vivos provienen de un ancestro primordial y de que los humanos somos primos lejanos de los monos, de las ballenas y hasta de los moluscos abisales, continúa siendo un trágala para muchos. Tres cuartos de lo mismo ocurre con otra idea decimonónica: que el dióxido de carbono, un gas invisible que todos exhalamos continuamente y que no constituye ni el 0,001% de la atmósfera, podría estar modificando el clima de la Tierra.
Un reciente estudio de Andrew Shtulman, del Occidental College de Los Ángeles, reveló que hasta los estudiantes con formación científica avanzada vacilan un instante en su razonamiento cuando se les pide que afirmen o nieguen que los humanos descienden de animales marinos o que la Tierra gira alrededor del Sol. Una y otra verdad van en contra de la intuición. La investigación de Shtulman indica que, a medida que recibimos educación científica, reprimimos nuestras creencias ingenuas pero jamás llegamos a eliminarlas por completo. Siguen agazapadas en nuestro cerebro, llamándonos con cantos de sirena cuando nos proponemos comprender el mundo.
Dinosaurio en el edén. En el Museo de la Creación de Petersburg, Kentucky, Adán y Eva comparte el Paraíso con un dinosaurio. Según los creacionistas de la Tierra joven, el planeta fue creado hace menos de 10.000 años con humanos como los de ahora. La ciencia sostiene que la Tierra tiene 4.600 millones de años, que todos los seres vivos evolucionaron a partir de microbios, y que los humanos modernos aparecieron hace unos 200.000 años, 65 millones de años después de que los dinosaurios se hubiesen extinguido.
Para explicárnoslo, la mayoría recurrimos a experiencias y anécdotas personales, a historias en lugar de estadísticas. A lo mejor nos hacemos un análisis del antígeno prostático específico, por más que esta prueba haya dejado de recomendarse en general, porque gracias a esta prueba a un íntimo amigo se le detectó a tiempo un cáncer de próstata, y no hacemos tanto caso a las estadísticas que, compiladas meticulosamente en múltiples estudios, indican que ese análisis no suele salvar vidas y en cambio es la causa de un gran número de cirugías innecesarias. O nos enteramos de que se han diagnosticado varios casos de cáncer en una ciudad próxima a un vertedero peligroso y damos por hecho que son achacables a esa contaminación. Pero una cosa es causalidad y otra distinta es casualidad, y que en un entorno reducido se den varios casos de lo mismo no excluye que sea pura coincidencia.
Nos cuesta digerir las coincidencias, aceptar que las cosas puedan ser aleatorias; nuestro cerebro tiene hambre de patrones que tengan sentido. La ciencia nos avisa, sin embargo, de que podemos autoengañarnos. Para tener la certeza absoluta de que existe una conexión de causa y efecto entre el vertedero y los casos de cáncer se necesita que un análisis estadístico demuestre una prevalencia del cáncer muy superior a la que se esperaría por azar, pruebas de que los enfermos estuvieron expuestos a las sustancias químicas del vertedero y demostraciones del poder cancerígeno de las sustancias químicas en cuestión.
El método científico es una disciplina dura hasta para los propios científicos quienes, como todos nosotros, son vulnerables a lo que ellos llaman el sesgo de la confirmación: la tendencia a buscar y ver solamente aquellas pruebas que confirman lo que ya creían desde el principio. Pero a diferencia de los legos, los científicos someten sus ideas a la revisión formal de sus colegas antes de publicarlas.. Una vez publicados los resultados, si son importantes, otros científicos intentarán reproducirlos para verificarlos (y con lo escépticos y competitivos que son por naturaleza, si descubren que no se sostienen, les faltará tiempo para anunciarlo). Los resultados científicos son siempre provisionales, susceptibles de quedar anulados por algún experimento u observación futuros. Los científicos rara vez proclaman verdades o certezas absolutas. La incertidumbre es inevitable en la vanguardia del conocimiento.
La provisionalidad de la ciencia es otro aspecto que genera dudas en mucha gente. Para algunos escépticos del cambio climático, por ejemplo, el hecho de que en los años 70 unos cuantos científicos temiesen (con razón, por lo que parecía entonces) que se avecinaba una glaciación, es suficiente para poner en entredicho la actual preocupación por el calentamiento del planeta. Sin embargo, el otoño pasado, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (compuesto por cientos de científicos que operan bajo los auspicios de la ONU) emitió su quinto informe en los últimos 25 años, y en esta ocasión repiten con más claridad y contundencia que nunca una conclusión compartida por todo el mundo de la ciencia: la temperatura de la superficie del planeta se ha elevado unos 0,8 grados centígrados en los últimos 130 años, y es altamente probable que las acciones humanas hayan sido la causa principal desde mediados del siglo XX (por ejemplo, la quema de combustibles fósiles).
Menos de la mitad de los norteamericanos cree que la Tierra se está calentando porque los humanos quemamos combustibles fósiles.
La ciencia apela a nuestro cerebro racional, pero nuestras creencias están motivadas en gran parte por las emociones, y la motivación más potente es mantener el vínculo con nuestros iguales. Mientras tanto, internet facilita como nunca a los escépticos y descreídos de todos los signos la localización de sus propios datos y expertos. Ya han pasado a la historia los tiempos en que un número restringido de instituciones poderosas -universidades de élite, enciclopedias, grandes organizaciones periodísticas- hacían las veces de filtro de la información científica. Internet ha democratizado la información, algo positivo en sí mismo, pero junto con la televisión por cable, permite vivir en una "burbuja de filtros" en la que solo entra aquella información de la que el ocupante ya está convencido previamente. El problema es que estar en lo cierto sí importa: la evolución es un hecho comprobado, sin ella no se entiende la biología; el cambio climático está ocurriendo de verdad; las vacunas salvan vidas realmente. Y dudar de la ciencia tiene sus consecuencias ya que la sociedad moderna se sostiene sobre sus aciertos.
Un salto de gigante para los escépticos. Elementos de la exposición del viaje a la Luna del Centro Espacial Kennedy de la NASA, en Florida. Siempre ha habido escépticos que dudan de la ciencia establecida, pero internet ha dado un espaldarazo a las creencias excéntricas. ¿Crees que la llegada a la Luna fue un montaje? Entra en la red, descubrirás que no eres el único. Hay un montón de gente que piensa como tú.
El pensamiento científico debe aprenderse, y no siempre se enseña como es debido. La ciencia es un método al que no llegamos de forma espontánea, como a la democracia. Durante la mayor parte de la Historia de la Humanidad no existieron ni lo uno ni lo otro, y nos dedicábamos a matarnos entre nosotros para subirnos a un trono, a rezar a algún dios de la lluvia o de la salvación, y, por suerte o por desgracia, a hacer las cosas de manera muy parecida a como las hacían nuestros ancestros lejanos. Hoy vivimos cambios vertiginosos, tan rápidos que a veces dan miedo, y no todo es progreso. Nuestra ciencia ha hecho de nosotros los organismos dominantes, sin ánimo de ofender a las hormigas y a las cianobacterias, y estamos cambiando la faz del planeta. Y tenemos derecho a hacer preguntas sobre las posibilidades de la ciencia y la tecnología, pero debemos mejorar a la hora de hallar las respuestas, porque está claro que las preguntas serán más complejas en el futuro.
* Esta entrada es un extracto de un artículo aparecido en National Geographic en marzo de 2015. Puedes leer el artículo completo en esta dirección (en inglés).
Nota del autor: el escepticismo hacia la ciencia no es patrimonio estadounidense, muy al contrario, se extiende por todo el mundo, y eso incluye a España, en donde siempre hay algún tonto pseudointelectual que da la nota.