Nada es, nada goza de una sustancia definitiva, excepto el devenir, decía Nietzsche. Podríamos afirmar también que las cosas son en la medida en la que incluyen también lo que no son. “Somos y no somos”, decía asimismo Heráclito, a quien Nietzsche consideraba su lejano pero inmediato referente. A lo que está en el sustrato de nuestros conceptos, de esas ilusorias entidades que la razón denomina cosas, Nietzsche lo denominó “vida”; en ella se conjuntan las paradojas: el día y la noche, el bien y el mal, la construcción y la destrucción.
Frente a estas constataciones se alzó la filosofía, razón en ristre. Parménides ya había dicho que “lo que es, es, y lo que no es, no es”, engañosa conclusión de la razón contra la que Heráclito se alzó. Platón acabó por escindir la paradójica realidad en sus términos contrapuestos, y realzó las ideas de bondad, justicia, belleza… como entidades unívocas que nada debían a sus contrarios. El mal, por ejemplo, pasaba a ser algo inconsistente, mera ignorancia del bien; y así lo demás. El tiempo, el devenir, quedaron al margen de la filosofía. Fuera del tiempo, los conceptos quedaban petrificados, no era posible, por ejemplo, transitar desde el mal hacia el bien, ni siquiera Aquiles, “el de los pies ligeros”, iba a ser capaz de alcanzar a la tortuga, según demostraban las aporías a las que Zenón de Elea llevaba a las hiperrazonables matemáticas. Sólo iba a ser posible alcanzar el bien no a partir de nuestras miserables vidas, ya decididas, ya prescritas y petrificadas, sino pasando a “otra vida”, la que vendría después de la muerte.
“Yo no soy un hombre, soy dinamita”, vino diciendo Nietzsche al proponer su “transvaloración de todos los valores” que se habían sustentado sobre la filosofía platónica y cristiana, la que definitivamente escindía los contrarios que forman la realidad. Ya Hegel había propuesto la dialéctica histórica (el devenir) como modo de conjuntar esos contrarios y, en última instancia, transitar desde lo múltiple y disperso hasta lo unitario y conjuntado, desde lo imperfecto hasta lo perfecto, desde el mal hacia el bien. Sólo con Nietzsche, no (yo no lo veo), pero apoyados también en Hegel, los términos de la paradoja volvían a encontrar un sustento filosófico a partir del cual coexistir. La razón y la historia, la razón y la vida podían colaborar. Ortega habló de razón histórica, de razón vital.
Pero todavía estamos en transición hacia ello. A esa etapa de transición Nietzsche la llamó nihilismo, una terrible experiencia para el hombre que, despojado de las ilusiones que le habían permitido durante siglos esperar el bien en la otra vida, no ha sabido encontrar la forma de sustituir, y encontrarles asiento en esta vida, aquel tipo de valores que él esperaba ver cumplidos en el más allá. “La desilusión sobre una supuesta finalidad del devenir es la causa del nihilismo”, deduce Nietzsche. Y asimismo: “(La interpretación moral del mundo) después de haber intentado huir hacia un más allá, acaba en el nihilismo. ‘Nada tiene sentido’ ”. Puesto que Dios ha muerto, concluye el nihilista, han dejado de existir el bien (y por tanto, todo está permitido), la justicia (la idea nuclear ha pasado a ser que cada uno ponga a salvo su egoísmo) y la belleza (no hay más que darse una vuelta por los museos de arte moderno). “¡Ay! –se lamentaba Nietzsche–, yo he conocido hombres que perdieron su más alta esperanza. Y desde entonces calumniaron todas las esperanzas elevadas. Desde entonces han vivido insolentemente en medio de breves placeres y apenas se trazaron metas de más de un día… Mas por mi amor y mi esperanza te conjuro: ¡no arrojes al héroe que hay en tu alma! ¿Conserva tu más alta esperanza!”.
Sin embargo, son pocos todavía los que se muestran capaces de esperar, de poner en marcha proyectos lejanos, de sostenerse sobre valores una vez que las esperanzas han venido a quedar acotadas por los márgenes de este mundo, y nadie más que uno mismo ha de exigirse responsabilidades. La mayoría se agolpa en los exiguos reductos de lo inmediato, del presente, de las metas de no más de un día. Casi nadie entiende todavía al Nietzsche que decía: “Yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo”. Los más prefieren lo que pueda depararles el instante y, si no, la indolencia. ¿Resultado? Venía a decirlo en verso Espronceda, uno de nuestros románticos de postín:
“¿Por qué si yazgo en indolente calma
siento en lugar de paz árido hastío?
¿por qué este inquieto, abrasador deseo?”
Efectivamente, desprovista de objetivos nuestra voluntad, vivimos atrapados entre el aburrimiento y la angustia. Todo lo que se proyecta y construye de cara al futuro está en crisis: las relaciones de pareja, la familia, tener hijos, tener tareas que nos comprometan… Las leyes, sobre todo en esta última etapa de Zapatero, han venido a favorecer la exacerbación de esas crisis, no a ayudar a su solución (divorcio exprés, legislación que promueve el aborto en vez de su prevención y control, la familia como núcleo básico de reproducción social equiparada legalmente a otras múltiples relaciones incluso coyunturales…). La cultura ha decaído hacia la mera diversión y el pasatiempo (a veces morboso, como podemos comprobar nada más encender la televisión), que es la tirita que le ponemos al cáncer del aburrimiento. Mientras tanto, el consumo de ansiolíticos crece exponencialmente.
En fin, esto es lo que Nietzsche anunció a finales del siglo XIX: “Lo que cuento es la historia de los dos próximos siglos. Describe lo que sucederá, lo que no podrá suceder de otra manera: la llegada del nihilismo”… Cuando, por fin, concluya el nihilismo, yo ya estaré calvo del todo; sólo me habrá dado tiempo a estar harto de esta época. ¿No habrá manera de acelerar un poco la llegada al final de esta larguísima era del desencanto?