La escritura o la vida, así titula Jorge Semprún (fallecido ayer a los 87 años) sus memorias en el campo de concentración de Buchenwald, un testimonio con el que pretendió salvar la memoria, su memoria, nuestra memoria, de una época en que el infierno ascendió a la tierra en forma de cámaras de gas, ejecuciones, torturas, miseria, hambre y miedo.
Después de su liberación, Semprún contaba:
"Un día soleado de invierno, en diciembre de 1945, me encontré ante la tesitura de tener que escoger entre la escritura o la vida. Quien tenía que escoger era yo, yo solo.”
Pero, ¿cómo explicar lo que no se puede explicar? ¿Lo que muchos oídos no quieren oír? Eran tantos los prisioneros que una vez liberados no hallaban consuelo en familiares o amigos que no creían, que no acababan de creerse lo que el liberado les explicaba... pues ¿cómo creer en el infierno? Fue esa razón la que empujó a muchos al suicidio.
Jorge Semprún (como tantos otros: Primo Lévi, Víktor Frankl, Joaquim Amat-Piniella, etc) tenían otra herramienta además de la voz: la escritura. Y eso les salvó.
“No poseo nada salvo mi muerte, mi experiencia de la muerte, para decir mi vida, para expresarla. Tengo que fabricar vida con tanta muerte. Y la mejor manera de conseguirlo es la escritura. Sólo puedo vivir asumiendo esta muerte mediante la escritura, pero la escritura me prohíbe literalmente vivir.”
El preso 44.904 de Buchenwald se ha ido pero nos ha dejado su memoria y su reflexión de un tiempo convulso que nunca deberíamos olvidar, al igual que Semprún nunca olvidó el olor de la carne quemada.