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Siempre he sido un tipo atípico. Nunca me han gustado las discotecas, el porno me aburre, no cambio tomarme un café por el partido del siglo, prefiero una película argentina de Darín a una de Stallone, creo que el amor vencerá el mal, no tomo drogas ni siento curiosidad en ellas, me importa un bledo la vida de los famosos, no me gusta llorar como reclamo, siempre que juego al baloncesto lo hago para ganar, prefiero la NBA a la Liga de fútbol de mi país, creo que el pueblo puede cambiar las cosas, escribo notas que no entiendo, leo y follo cuando me apetece y no por obligación, hago humor hasta de lo que no nos dejan, creo que todo es posible si realmente se intenta...
Con todos estos precedentes y teniendo en cuenta este romanticismo tan propio que profeso - alejado de la propiedad privada, de los caballeros y princesas, enemigo hasta la náusea del "o conmigo o con nadie"- no puede sorprender a nadie que me enamorara de ella por su espalda.
No fueron sus ojos, ni su alma, ni su culo, ni su pecho, ni su omóplato derecho..nada de eso. Fue su espalda ligeramente desplazada a la derecha la que llamó mi atención hasta el punto de ir a buscarla a esa playa en la que ella misma se etiquetó en Instagram.
De camino, en mi viaje en tranvía, me encontré a un pesado que estaba empapelando todo con carteles que rezaban un texto largo y peligroso donde pedía ayuda para encontrar a una chica que vio un día en un trayecto en ese mismo medio en el cual ahora mismo reposaba sus honorables glúteos el que ahora os escribe esto. Le expliqué cuatro cosas sobre la vida y le recomendé que visionara alguna película de la Marvel. No, no tenía ningún mensaje especial, lo que quería era que estuviera ocupado y dejara de acosar con sus mierdas de pirado y recapacitara sobre la proporcionalidad de su acción.
También le recomendé un peluquero.
Y proseguí mi viaje,
Llegué a la playa de la foto. Había mucha gente, era un día caluroso y el agua del mar aliviaba los calores.
Tarde veintiún minutos es localizar su espalda. Era como me la imaginaba: perfecta. Moldeada por vaya usted a saber qué deporte, danza o rutina. Guardé silencio.
Embelesado estaba admirando esa perfección, tanto que no me fijé que la esbelta figura estaba rodeada de dos niños de edad incierta. Se levantó y se metió en el mar con la elegancia correspondiente al porteador de esa espalda.
Sonreí como el que sabe que el cielo existe y me fui a un chiringuito regentado por un calvo con los sobacos empapados que me sirvió una cerveza fresquita mientras apuraba las últimas páginas de un libro de Eduardo Mendoza donde sale un loco-cuerdo.
Tanto me sumergí en la lectura que no me percaté que la espalda con nombre y vástagos se había esfumado. Los espetos me aliviaron del disgusto.
Treinta minutos después recibí un mensaje privado por la red social antes citada. La espalda con nombre me sugería vernos, también me decía que comprara pan y leche y que no olvidara que teníamos cena familiar.
Recordé por qué me enamoré de ella y por qué llevamos ocho años casados. También compré chocolate.