Nada más existió para ella desde aquél día, ni los niños que jugaban a su alrededor escondiéndose tras ella como si solo se tratara de una parte más del mobiliario urbano de la estación, ni aquél caballero que, quitándose el sombrero, se hizo a un lado amablemente al percibir en su mirada el desgarrador vacío de tan infructuosa espera, ni el flash del fotógrafo que una vez más captaba su desolación. Se habían derramado ríos de tinta sobre su caso: “La novia loca que aún espera todos los días al soldado Javier Olmedo en el tren de las seis; nunca aceptó el fatídico día de su regreso en aquél oscuro cajón, cubierto por una bandera, que los soldados bajaron con solemnidad del vagón de carga”. Tampoco supo nunca en qué momento dejó de sentir dolor para convertirse en la estatua de bronce que hoy adornaba la estación. Al terminar su artículo Mauricio Contreras se acercó a contemplarla de nuevo y como siempre le embargó la ternura, le parecía tan real su desamparo que en un impulso irracional se quitó la chaqueta y cubrió con ella sus hombros desnudos.Texto: María Isabel Machín García