Desierto de las Palmas (Castellón), 1- abril, 2017
Introducción
“Yo la voy a enamorar: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2,14). Con estas palabras del profeta Oseas, quiero suavizar un poco la hostilidad que evoca la palabra desierto, como lugar improductivo, capaz de tragarnos, hasta hacernos morir. El desierto será lugar de encuentro para el enamoramiento. Y en palabras del Principito, saberlo ver como lugar que esconde un tesoro, un pozo con agua que hace posible la vida. Dice: “Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en alguna parte”.
Cuando se me pidió hablar sobre “La espiritualidad del desierto”, me dije a mi misma: “¿no es, acaso, la experiencia de mi propia historia personal?; el desierto ¿no es también la experiencia que hace la humanidad entera, y cada ser humano en particular? El cristiano, por la resurrección de Cristo, ¿no está llamado a hacer florecer todos los desiertos?; ¿no nos ha colocado Cristo en el nuevo jardín de la redención, más bello y fructífero que el jardín de la creación? Son interrogantes a los que quiero ir respondiendo poco a poco.
No estamos hechos para el desierto
De entrada, deciros que no estamos hechos para el desierto. Aunque también es verdad que el desierto, como lugar de encuentro con Dios y con nosotros mismos, es una experiencia enriquecedora, siempre y cuando Cristo esté en el centro de esta soledad, y el objetivo sea el encuentro relacional con Él. La soledad sin relación amorosa, puede devenir vacía y dañina. Lo más real es que Dios nos quiere en relación y felices en el jardín del amor. “Lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos: lo rodeó cuidando de él, lo guardó como a las niñas de sus ojos” (Dt 32,1-12). Seres humanos, hijos de Dios, cuidados con ternura por Él, y llamados a deleitarnos con Dios mismo. Él tiene un proyecto de amor y salvación para toda la humanidad, y es que seamos felices amándole a Él y amándonos unos a otros: “Os doy este mandamiento nuevo: Que os améis los unos a los otros. Así como yo os amo, debéis también amaros los unos a los otros. Si os amáis los unos a los otros, todo el mundo conocerá que sois mis discípulos” (Jn 13,34). Y este amor del discipulado, ha de ser el que haga florecer las tierras resecas del corazón, devolviéndoles la vida para que vuelvan a florecer. El amor es la fuente de la vida: “Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación” (Is 12,3). Nuestra realidad es esta: ser portadores de la esperanza que nos hace capaces de hacer florecer el desierto del mundo, para convertirlo en jardín: “El poder creador del Señor vendrá de nuevo sobre nosotros, y el desierto se convertirá en vergel, y la tierra de cultivo será mucho más fértil. La rectitud y la justicia reinarán en todos los lugares del país. La justicia producirá paz, tranquilidad y confianza para siempre.” (Is 32,15).
La atracción por la soledad del desierto o la Tebaida
Durante los primeros siete siglos del cristianismo, se fue forjando lo que llamamos la tradición de los padres y madres del desierto. Hombres y mujeres que se retiraron, atraídos por la soledad y el silencio de la Tebaida, en busca del encuentro con Dios. Fue un fenómeno bastante masivo que, con el paso del tiempo, se irá conociendo como la “fuga mundi”. Los más conocidos padres y madres del desierto fueron: Antonio, siglo III; Pacomio, siglo IV; Casiano; Evagrio el solitario; Juan el Venerable; Simón el estilita; Sinclética de Alejandría, siglo IV; Amma María, hermana de Pacomio; Macrina. Ya como fundadores del monacato y vida contemplativa tenemos a Benito y Escolástica de Nursia, Francisco y Clara de Asís. Y los más allegados como, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, y tantos otros. Ellos y ellas, son para nosotros testimonios de una fe substancial, vivida en la más radical soledad y ascesis de los desiertos y monasterios.
Hay numerosos libros que describen la vida de los anacoretas, tales como: “Pustinia”, “La Filocalia”, “El peregrino ruso”, “Apotegmas de los padres-madres del desierto”, “Las Colaciones de Casiano”, la Regla de Benito, las Obras de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Son iluminadores de la vida que llevaron estos hermanos nuestros que nos precedieron, y que conformaron un estilo de vida de la que somos continuadoras hoy, y me tengo entre las tales. Para todos ellos, lo esencial era la guarda del corazón, y la disponibilidad para dejarse configurar con Cristo.
Fundamentación bíblica de la espiritualidad
El cimiento fundante de la espiritualidad del desierto lo hallamos en la Biblia. Hay en mí una absoluta convicción de que en la Biblia está contenida toda la historia humana y espiritual de la humanidad. Nada de cuanto acontece al ser humano queda fuera de esa historia de amor y pasión, de extravío y salvación, de guerra y paz, de esperanza, de fe y confianza en Dios y su Cristo. La Biblia —en sus dos vertientes de Antiguo y Nuevo Testamento—, nos dice, pormenorizadamente, quién es Dios y quién es el ser humano. Creador y criatura. Por otra parte, en el Nuevo Testamento hallamos la humanidad nueva que estamos llamados a ser. “Irá Juan delante del Señor con el espíritu y el poder del profeta Elías, para reconciliar a los padres con los hijos y para que los rebeldes aprendan a obedecer. De este modo preparará al pueblo para recibir al Señor” (Lc 1,17). Ser un pueblo de corazón bien dispuesto. La adhesión a Jesús y su seguimiento es la vocación del hombre a construir la nueva humanidad, al modo de lo que Jesús nos ha mostrado a lo largo de su vida en medio de nosotros: “Sabéis que Dios llenó de poder y del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, y que este pasó haciendo el bien y sanando a cuantos sufrían bajo el poder del diablo, porque Dios estaba con Él” (Hch 10,38).
Por otra parte, en el Antiguo Testamento, nos encontramos, con todo detalle, quién es realmente el ser humano. Y justamente, los libros que más lo ilustran son los libros del Éxodo y el de los Números. Estos dos libros son los que nos introducen de lleno en el desierto. Ellos nos relatan el gran itinerario de la vida de la humanidad. Ser peregrinos. Nuestra casa y nuestra patria no son terrenas. “En este mundo no tenemos una ciudad que permanezca para siempre, sino que vamos en busca de la ciudad eterna” (Hb 13,14). Ser peregrinos será nuestra condición hasta la Jerusalén celestial. En la Biblia hallo tres personajes que me son evocadores de la espiritualidad del desierto: Abraham, el padre de la fe; Moisés, el padre del pueblo; y Elías, con el profetismo.
Una elección
En el origen, Dios elige un hombre: Abraham. Todo depende de una llamada. La elección de Abraham es un acto de la misericordia de Dios, que quiere salvar a la humanidad por medio de la humanidad. La llamada lleva consigo una exigencia: obedecer. “Sal de tu tierra a la tierra que yo te daré” (Gn 12,1). Salir de la tierra es salir del límite, es romper la estrechez que nos ata. Dios nos lanza a la novedad de lo desconocido. Es llamada a descubrir nuevos horizontes de esperanza. Ser creadores de historia de salvación.
Abraham parte. Para el hombre que se arriesga a decir sí a Dios, todo va en fe y confianza. No hay agarraderos ni referencias. Es el absoluto comienzo de algo que, en la vida, se nos pedirá muchas veces: abandono y confianza. Fiados y amparados solo en Dios, que nos regala seguridad. En su corazón, Abraham sabe que va de la mano invisible de su Dios, que se le ha mostrado como amigo. Un diálogo amoroso en el que Dios y el hombre se comprometen para siempre en fidelidad. Para Abraham, lo fundamental será la confianza en Dios. La confianza le dio seguridad. En el desierto espiritual, no se puede permanecer sin la confianza y el abandono en Dios.
Moisés, el hombre del desierto
Junto a Abraham, otro hombre: Moisés. Él será el gran peregrino de la espiritualidad del desierto de toda la humanidad. Mirado y elegido por Dios para llevar adelante el plan salvador y libertador para Israel, también él será un peregrino que irá agarrado de la mano de Dios en fe y confianza. Oscura la fe y desnuda la confianza de estos hombres. Así merecieron el nombre de padres de la fe y padres del pueblo de Dios. Ellos, Abraham y Moisés, iniciaron la peregrinación de la fe de todos los tiempos. Son el referente de nuestra propia peregrinación hacia la Jerusalén celestial. También a nosotros nos acompaña la seguridad de una presencia interior: Jesús. Él nos es luz y guía en la precariedad de nuestra andadura.
Moisés fue quien estuvo en el acontecimiento de la experiencia fundante en Egipto, en el Éxodo y el Sinaí. Moisés comprometió su vida para realizar el plan al que Dios lo retaba. Gastó fuerzas y energía para llevarlo adelante. Amó a su pueblo y le permaneció fiel. El gran Moisés ha quedado por los siglos como ejemplo de seguimiento y cumplimiento de la voluntad de Dios. Solo Jesús está por encima de él.
La zarza ardiente
La primera vez que Moisés se encontró con Dios en el desierto del Sinaí, fue a raíz del hallazgo de la zarza ardiente. El asombro de Moisés ante aquel extraño fenómeno, le lleva a entender que se halla ante algo sagrado que lo atrae y envuelve. Dios le pide descalzarse. Ante aquel fuego que no se consume, Yahvé se manifiesta a Moisés: “Claramente he visto cómo sufre mi pueblo/ Los he oído quejarse por culpa de sus capataces, y sé muy bien lo que sufren. Por eso he bajado, para salvarlos” (Ex 3,7). “ve, yo te envío/ yo estaré contigo” (Ex 3,1-15). Moisés comprometerá el resto de su vida a esta misión, ante la que, viendo su impotencia, se resistió, pero que asumió también y de la que ya no se desentenderá jamás.
El desierto
Para el pueblo, el desierto será el lugar del encuentro con Dios, el lugar de la prueba, de las dificultades, tentaciones y las murmuraciones contra Moisés y contra Dios. Allí le tentaron, no se fiaron de Él, allí se sublevaron a causa de las penurias, de la escasez y la privación de todo. Fue un tiempo largo de incomodidades humanamente insoportables. Murmuraron y fueron infieles, amargaron la vida a Moisés, el más fiel de los hombres. Lo agotaron física y psíquicamente. Moisés se desalentó hasta hallarse impotente. Quiso que Dios le quitara aquella carga de encima. La fidelidad le fue puesta a prueba, oró, retomó fuerzas, y siguió. Dios lo halló fiel y, como Abraham, lo adentró en su amistad.
El pueblo, hombres y mujeres de dura cerviz, a pesar de sus infidelidades, irá aprendiendo a percibir la mano fuerte de su Dios, reconociendo que Él sale fiador una y otra vez. Israel se iba fiando de Dios a medida que iba viendo la evidencia de su presencia, velada, pero perceptible, en medio de las necesidades. Lo expresa así: “Bendito sea Dios, que ha hecho por mí prodigios de misericordia” (Sal 30). Dios peregrina con ellos por el desierto, se hace presente guiándolos mediante la nube durante el día y la columna de fuego durante la noche. Dios dirá: “Os he llevado sobre alas de águila” (Ex 19,4). El pueblo creyente aprende que, la peregrinación humana en el desierto se hace historia conducida por Dios. Hoy, Jesús es quien conduce nuestro peregrinar. Lo hace con su presencia en medio de nosotros. El Resucitado es el fuego del amor que alumbra nuestro camino.
El profetismo
Los grandes profetas de Israel son la “voz del que grita en el desierto: ¡Preparad un camino recto al Señor!” (Jn 1,23). Son considerados y se consideran a sí mismos como hombres adheridos y disponibles para Dios. Portadores de sus oráculos, vislumbradores y anunciadores de la voluntad divina para las gentes. El profeta sabe que por sí mismo no puede nada. Se siente llamado por Dios para una misión concreta, que solo progresivamente le va siendo revelada. Y ante Dios no puede más que rendirse y ponerse a su disposición, con temor y temblor.
El profeta aparece cuando las necesidades producidas por las crisis le reclaman. Cuando la religión decae y la gente se aleja de Dios. Cuando surge el sincretismo, suplantando con frecuencia el culto al Dios verdadero. Cuando en la sociedad se instala la injusticia y los poderosos se enriquecen oprimiendo a los pobres. Fueron despreciados y maltratados, no se les quería escuchar. La fe de los profetas y su mensaje no murió con ellos. El profetismo sigue vivo en nuestro tiempo. Es necesario para delatar injusticias y esclarecer oscuridades personales, comunitarias, sociales, políticas, eclesiales. El profetismo es de Dios para hoy también.
Profeta Elías
De entre ellos, “surgió un profeta, como un fuego, cuyas palabras eran horno encendido” (Eclo 48,1). Su nombre, Elías, significa “Mi Dios es Yahvé”. Era un hombre hecho de pasión y fuego, extremadamente impetuoso. Su pasión fue su Dios: “Ardo en celo por el Señor Dios del universo”. Elías es considerado el profeta solitario, un hombre de alma libre y una fe sin fisuras, un auténtico místico. Fue perseguido y tuvo que huir al desierto. En el silencio de una cueva, a fuerza de silencio orante, aprende a esperar el paso del Señor, captando que “no está en el viento el Señor. El Señor tampoco estaba en el terremoto. No estaba en el fuego el Señor. Después se oyó un susurro suave y delicado” (1Re 19,12). Elías percibe y adivina la presencia de Dios en el rumor silencioso y sutil del aire amoroso, no en las fuerzas de la naturaleza, ni en el ardor pasional de su temperamento, sino en lo imperceptible, en su soledad interior, Dios le susurra suavemente. Fue un contemplativo amante de la escucha de Yahvé. Y Dios no lo libró de sentir desalientos y miedos, propio de una humanidad sensible también. Defensor del verdadero culto, combatió a los falsos dioses y sus sacerdotes. Recriminó la muerte de Nabot al rey que le había robado la viña. Todo junto le valió el odio del monarca y lo persiguió a muerte. En su fuga, se adentró en el desierto. Allí, su abatimiento tocó límite, echado bajo una retama se deseó la muerte exclamando: “¡Basta ya, Yahvé! Quítame la vida”. Sintió que Dios le reconfortaba: “Levántate y come, porque el camino es superior a tus fuerzas. Se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches” (1R 19,6-8). Defendió a los pobres, también pedía fe absoluta a la gente que ayudaba. Elías fue arrebatado al cielo, dejando como discípulo a su fiel compañero Eliseo. La Biblia le hace este elogio: “¡Qué terrible eras, Elías, en tus portentos!, ¿quién puede jactarse de ser igual que tú?”.
Jesús en el desierto
Los seguidores de Cristo, en Él hallamos la figura central y motivadora de toda llamada y vocación. Jesús es el inspirador de toda espiritualidad, y al desierto no vamos sin Él.
Vemos a Jesús retirarse al desierto para encontrarse, por medio de la oración, con Dios su Padre. El desierto será el lugar de la prueba. El ser humano, al sucumbir a la tentación, queda dañado. Jesús penetra compasivamente en lo más hostil de nuestra verdad herida, para sanarla. En el desierto, a solas consigo mismo, Jesús es puesto a prueba por el diablo. Allí se pone de manifiesto no su divinidad, sino su humanidad. No le vemos como un privilegiado, sino como un hombre que sufre la estremecedora tentación diabólica. Dios lo pone al desnudo ante la prueba con toda la fragilidad de su carnalidad. El tentador desafía la fuerza interior de la fe de Jesús en Dios. Pretende que actúe al margen de su voluntad. En la hostilidad del desierto, el diablo lo toma de lleno para tentarlo en su instinto natural: la apetencia: “sintió hambre”. El tentador busca herir su estabilidad psicológica: abusar de la confianza en Dios: “si eres Hijo de Dios, tírate”. El maligno intenta desestabilizar su equilibrio racional: la adulación del poder y la idolatría: “todo te lo daré, si me adoras”. Jesús no se deja engañar por el fanatismo de lo milagroso. No incita a Dios a obrar temerariamente por encima de la prudencia razonable. Fiarse de Dios es la actitud básica que Jesús mantiene. No pide para Él nada aparatoso. Su vida es de confianza y abandono en la sencilla normalidad, no de espectacularidad. Jesús vence donde nosotros hemos sucumbido. Su amor salvador radica en asumir nuestras propias pruebas y caídas, para redimirlas. Toda tentación puede ser vencida, porque es Jesús quien lo hace posible. Su Espíritu obra en nosotros la fuerza vencedora del mal.
Jesús, modelo de oración
Jesús es modelo de oración, el Evangelio nos lo presenta retirándose a lugares solitarios para orar al Padre: “Jesús se retiraba a orar a lugares apartados” (Lc 5,16); Jesús se fue a un monte a orar y pasó toda la noche orando a Dios” (Lc 6,12); “Un día estaba Jesús orando, Él solo” (Lc 9,18). La oración es la acción vinculante al Padre, se dirige a Él con las palabras más amantes y confiadas, las del padrenuestro, por medio de las cuales enseña a los discípulos cómo han de orar: “Cuando oréis, decid: ‘Padre, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Danos cada día el pan que necesitamos. Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos han ofendido. Y no nos expongas a la tentación’” (Lc 11,1-4). La oración cristiana del padrenuestro es de gran sencillez relacional, va dirigida confiadamente al Padre.
Desde esta experiencia orante, Jesús exhorta a los discípulos a “orar siempre sin desfallecer” (Lc 18,1). Para nosotros, orar será participar de su experiencia, contar con Dios en la vida diaria, abriéndonos a su presencia íntima, acompañante, sorprendente, incontrolable de su obrar. La oración podrá incluir toda clase de peticiones, todo aquello que llevamos en el corazón, pero tal como nos enseña Jesús, procuraremos integrarlas siempre en el padrenuestro. Más que pedirle que venga a resolver los problemas, le pedimos el espíritu que nos permita afrontar las situaciones con la firmeza de Jesús, saber que no estamos solos, que Dios nos acompaña siempre como Padre amoroso, que está de nuestra parte. Estemos nosotros de la suya, y para esto oramos siempre.
El desértico silencio del Padre
“Siento en mi alma una gran tristeza” (Mc 14,32-42). Jesús acepta una muerte ignominiosa, al aceptar morir en la cruz. Ante ella, Jesús se estremece, siente que le faltan las fuerzas, se angustia y llora. Experimenta la más cruel impotencia y pobreza, y le pide al Padre que aparte la amargura de apurar el cáliz: “Padre mío, para ti todo es posible: líbrame de esta copa amarga, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. A la más absoluta pobreza, la más profunda y desgarradora soledad que Jesús experimenta en Getsemaní, hay que añadir la de la cruz, el desértico silencio del Padre: “Jesús gritó con fuerza: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?)” (Mc 15,34). El grito desgarrador del abandono lanzado por Jesús es la expresión más estremecedora de una angustia sin límites. En el abismo de su soledad, Jesús muere, no solo abandonado de los hombres, sino absolutamente abandonado de Dios. Él, que había anunciado públicamente la cercanía y la venida de Dios, su Padre, muere ahora en este total abandono de Dios, lanzando un grito conmovedor. Pero, tanto en el silencio de Dios, como en el abandono que experimenta Jesús, Él mantendrá la segura confianza: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Las pruebas y purificaciones son los aterradores desiertos que sufrimos en la vida.
Los crucificados
Ante la cruz de Cristo, podemos contemplar la cruz y el desierto de la humanidad. El horror de lo inhumano, rostros hambrientos, guerras, persecución a causa de la raza, religión y otros motivos. Soledades desérticas por abandono, por desamor. Todos los sufrientes de todos los tiempos proyectarán y volcarán en el crucificado su desgraciado penar. Los pobres del mundo podrán hallar en Jesús crucificado-resucitado, la confianza cierta de que la fuerza liberadora de la resurrección no defraudará ni frustrará definitivamente la esperanza de verse liberados de sus padecimientos. Los hostiles desiertos de la humanidad, el Resucitado los hará florecer. La vida y no la muerte tendrán la última palabra.
La espiritualidad de Teresa
Teresa de Jesús entra de lleno dentro de la realidad de la espiritualidad del desierto, no desierto como tal, pero sí lo hace con la decidida radicalidad que su tiempo y momento le permitía. Asumió la soledad y el silencio orante en el monasterio, con toda la voluntad de vivir polarizada por Cristo. Lo expresa así: “los ojos en vuestro Esposo/ asidas a solo Él/ mire que le mira”. Afirma: “cuán gran yerro es no ejercitarse, por muy espirituales que sean, en traer presente la Humanidad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y su sacratísima Pasión y vida, y su gloriosa Madre y santos. – Es de mucho provecho” (6M 7). Insiste: “No se apartar de andar con Cristo nuestro Señor por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre su compañía” (5M 7,9). Ante las monjas que se miran demasiado a sí mismas, quejosas de males sin importancia y por lo que les falta, les advierte: “Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo y no a regalaros por Cristo” (C 10,6). Para hacer vivible la vida en el monasterio, Teresa sugiere: “Determinadamente se abrace el alma con el buen Jesús, Señor nuestro, que como allí lo halla todo, lo olvida todo” (C 9,5). “¡Oh precioso amor, que va imitando al capitán del amor, Jesús, nuestro bien!” (C 6,9). Teresa fomenta una espiritualidad profundamente cristiana y eclesial, centrada en Cristo y en la relación de amistad con Él. Su oración queda incisivamente definida de esta manera: “que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8,5).
Y como colofón para la vida comunitaria, destaca el amor de unas con otras, el servicio, y la humildad. Dice: “aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (C 4,7). Entre las virtudes que se han de tener, añade: “la una es amor unas con otras; otra, desasimiento de todo lo criado; la otra, verdadera humildad, que aunque la digo a la postre, es la principal y las abraza todas” (C 4,4). Cuando Teresa ve que alguien no se centra en este estilo de vida, da buen aviso: “¡Oh, qué grandísima caridad haría y qué gran servicio a Dios la monja que en sí viese que no puede llevar las costumbres que hay en esta casa, conocerlo e irse! Y mire que le cumple, si no quiere tener un infierno acá, y plega a Dios no sea otro allá.” (C 13,5). La espiritualidad del desierto requiere una total polarización en Cristo: “Es muy buena compañía el buen Jesús para no nos apartar de ella”. La compañía de Jesús hace posible la felicidad en un monasterio y en la misma vida cristiana.
Saber quién soy yo
En la espiritualidad del desierto, surgen interrogantes ineludibles con los que hay que enfrentarse, esto permite asentar bien las bases de la vida espiritual y la oración. ¿Quién soy yo?; ¿cómo está mi terreno?; ¿cuáles son mis apetencias?; ¿quién o qué me polariza, quién ocupa mi centro?; ¿por dónde desparramo la vida, mis pulsiones naturales, bellas, buenas, legítimas?. El orante lo pone todo en cuestión, no se queda en el deleite de lo puramente natural y terreno; se sabe o se intuye del cielo y sigue adelante, asume el camino de las resistencias y se determina a “darse todo – a quien tan sin tasa se nos da” (V epílogo). Darse del todo al Todo. Y Dios, “poco a poco va habilitando Él el ánimo para que salga con esta victoria” (V 11,4); “si el que comienza se esfuerza con el favor de Dios a llegar a la cumbre de la perfección, creo jamás va solo al cielo” (V 11,4). El orante se convierte en impulsor animoso de almas.
Jornaleros de la viña
En el desierto espiritual entramos para ser trabajados por dentro. El desierto lo tenemos dentro, no hace falta ir a buscarlo fuera, y Teresa lo quiere hacer producir, crear nuestro huerto interior, es decir, que emerja el jardín de la redención. Somos un terreno baldío, una tierra por cultivar, somos trabajadores de la viña. No importa de qué hora somos, si de la primera o de la última, lo que importa es trabajar, seguros de que la paga es generosa, porque el dueño es generoso: “bienaventurados trabajos que aun acá en la vida tan sobradamente se pagan” (V 11,5). “Alegrarse y consolarse y tener por grandísima merced de trabajar en huerto de tan gran Emperador. Y pues sabe le contenta en aquello y su intento no ha de ser contentarse a sí sino a Él” (V 11,10).
Espiritualidad equilibradora del ser
La espiritualidad teresiana es equilibradora del ser, por la fina intuición que tuvo Teresa de hacerla inteligible, humana, relacional, por la oración con Jesús y por la convivencia recreacional del grupo. Concreta Teresa: “no poner vuestro fundamento solo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes, y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas” (7 M 4,9). “El aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho” (F 5,2). Ser orante, ser contemplativo, ser místico, dicho en términos teresiano-cristianos, significa tener los pies firmes en el suelo, la mirada fija en Cristo, la actitud pronta para amar y servir. Es decir: “Marta y María andan juntas” (C 31,5). Teresa no quiere que disociemos estas dos maneras de proceder en la vida, humano-divino junto. “Entre los pucheros anda el Señor” (F 5,8). Todo se realiza en lo ordinario de la vida. No hacen falta extrañezas.
San Juan de la Cruz
El más profundo y asombroso cántico espiritual lo escribió San Juan de la Cruz en el silencio, soledad y noche oscura de la horrorosa cárcel de Toledo, a lo largo de nueve meses. En este desierto espiritual, florecieron las más bellas páginas de los amantes en amores. En el santuario interior, el ser humano es capaz de encuentro relacional con Dios. En el punto más recóndito y silencioso de nuestro ser, en el silencio y soledad del lugar santo, en aquel profundo centro donde el ser humano no puede ser violado, ahí, en lo sagrado de nuestra sede interior, se produce el más íntimo encuentro entre Dios y el hombre, entre el Criador y su criatura, entre el Creador y la creación.
En este lugar de unión contemplativa, Juan de la Cruz ha escrito la más alta y profunda poesía, el más sublime cántico espiritual. Allí vio y experimentó el dulce encuentro amoroso con el Amado, que le sostuvo entero donde habría podido enloquecer. De ahí, y de todo el recorrido espiritual-humano, Juan de la Cruz dirá: “Una sola Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma”; “el hombre está hecho no menos que para Dios”. Música callada – Soledad sonora – cena que recrea y enamora – Dios es el callado amor y palabra creadora. “Sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo” (C 39,12). La espiritualidad de Juan de la Cruz ha hecho fértiles las tierras desérticas del corazón humano, el jardín de la redención es una realidad que pasa por la cruz y la muerte, solo así puede florecer.
Él entiende la vida religiosa en clave de radicalidad evangélica, va a fondo y al desnudo. En “Avisos a un religioso” se expresa así: “Y todas estas mortificaciones y molestias debe sufrir con paciencia interior, callando por amor de Dios, entendiendo que no vino a la Religión para otra cosa sino para que lo labrasen así y fuese digno del cielo. Que, si para esto no fuera, no había para qué venir a la Religión, sino estarse en el mundo buscando su consuelo, honra y crédito y sus anchuras. Y este segundo aviso es totalmente necesario al religioso para cumplir con su estado y hallar la verdadera humildad, quietud interior y gozo en el Espíritu Santo. Y, si así no lo ejercita, ni sabe ser religioso, ni aun a lo que vino a la Religión; ni sabe buscar a Cristo, sino a sí mismo; ni hallará paz en su alma, ni dejará de pecar y turbarse muchas veces”. Y Juan nos dirá que en la noche oscura, cuando todo se ha serenado y la horrible purificación deviene luz, entonces se puede cantar “¡Oh!, dichosa ventura, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”.
Carlos de Foucauld
No puedo dejar de nombrar a un hombre, no lejano a nosotros, que asumió el desierto, adentrándose en él de forma radical y única. Un hombre que, por su vida y su muerte, hizo florecer el desierto. Me refiero a Carlos de Foucauld, cuyo centenario hemos celebrado. Carlos de Foucauld nace en la aristocracia francesa, de familia liberal y capitalista. Fue educado por su abuelo materno Marlet, quien le alimenta una cierta inclinación militar. Siendo muy jovencito, se alejó de la Iglesia, por la que no sentía atracción alguna. Vivió una juventud completamente disoluta. Pero, cuanto más se alejaba de Dios, más empeño tenía este en hacerse encontradizo. Fue un hombre de amplia cultura literaria, de la que se valdrá hasta el fin de sus días. La juventud, vivida en el ejército, es la época en que aparece más deforme como persona. Una vida alocada, abocada a las comilonas y alcohol, dado a los placeres de la sexualidad sin que nada lo frene. Impertinente con los demás y despótico con sus superiores, hasta exasperarlos. Fiel a la amistad también, y generoso en extremo. Saturado por el asco de sí mismo, la tristeza y la insatisfacción, sucede el cambio interior, pasando del libertinaje a la responsabilidad. Su conversión se produce lentamente, y será la voz tajante e impositiva de quien fue su director espiritual, Huvelin, que con una orden tajante: “¡Arrodíllese!”, propicia de lleno su verdadera conversión y su andadura espiritual. Su vida se realizará en este abajamiento, como Jesús, hasta el fin de sus días. El déspota que había sido sucumbió para convertirse en el hombre que Dios iba a moldear. El desierto lo irá envolviendo, forjando en él un sentimiento fascinante hacia lo desconocido de aquel océano descomunal de arena y soledad.
Tuvo siempre un carácter inclinado a los excesos y la extravagancia, por lo cual, una vez convertido, buscará siempre el lugar más humilde y la pobreza más extrema. Así también, optó por una vida oculta y se fue donde nadie se atreve a ir, allá donde el cristianismo es casi un imposible, el desierto del Sahara. Envuelto por las hostiles tierras del desierto, se enfrentará con lo peor de sí mismo. Puesto a prueba por la horrible purificación, bajó a los infiernos de su ser. La noche oscura, poco a poco, lo irá esclareciendo, hasta que Cristo lo resucita. Silencio, oración y soledad serán la dura misión a realizar, hasta ver forjada su más cristiana humanidad e identificación con Jesucristo. Cuando la persona se encuentra con Jesús, todo cambia, ya solo se puede vivir para ser uno con Él, lanzándose a la aventura de su seguimiento hasta el fin. Carlos de Foucauld murió asesinado el 1 de diciembre de 1916, por aquellos hombres que él amó. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). Su vida y martirio fue el grano de trigo que cayó en las estériles arenas del desierto y las hizo florecer.
Determinada determinación
Quiero ahora pasar a contaros algo de mi propia historia personal. La aventura y determinada determinación de ser llevada al desierto. Tras tomar una decidida opción por hacer una experiencia de soledad y silencio, a principios del año 1981 cogí mi vieja mochila y me puse en camino hacia una aventura original y única, que cambiaría radicalmente el rumbo de mi vida. Lo dejaba todo, era mi disposición ante Dios, y salía en su busca. Elegí la soledad y el silencio para verme y pensarme, pero sobre todo, para escucharle a Él.
Mi destino era el diminuto pueblecito de Civis, situado en pleno Pirineo catalán, a 1.400 metros de altura, fronterizo con las montañas de Andorra. Un puñado de casas rurales que no sobrepasaban los 30 habitantes, en su gran mayoría gente anciana. Vacas y ovejas, pastorear y ordeñar, algo de huerta en verano, y recogida de hierba para el ganado, era toda la labor de aquellas gentes lugareñas.
La pequeña “borda” en la que viví durante el año que estuve allí, estaba situada en una loma lindante al pueblo, desde la que divisaba todo el panorama de casitas de piedra amalgamadas unas a otras que, por viejas y austeras, resultaban pintorescas a la vez. De fondo las imponentes y altísimas montañas del Pirineo. Era hermoso aquel lugar, silencioso y solitario también. Las aglomeraciones de gentes y vehículos quedaban lejos. Allí, un muy humilde, sencillo, sobrio y solitario vivir era lo que me esperaba.
Atención interior
En aquel desierto, soledad y silencio fueron el pan mío de cada día, aunque, bien es verdad que entablé cordiales relaciones con las gentes del lugar. Había ido allí para repensar mi vida y mi futuro. Quería tener el oído atento a la voz del Espíritu para que me hablara al corazón, ver y entender el plan de Dios sobre mí.
La densa soledad y el silencio evidenciaron que no es la ausencia de ruidos, ni de voces, lo que nos hace silenciosos, ni estar solos supone tener o estar en soledad. Nuestra realidad interior está a veces poblada de aullidos, de murmullos, sonidos y no exenta de imágenes. Todo lo fui poniendo ante Dios en las largas horas de oración, y las prologadas etapas de camino por las montañas. Rodeada de naturaleza en su más pleno y salvaje vigor, asumí callados silencios de Dios y de los hombres. Y desahogué en mi soledad el llanto de un sufrimiento que se iba acrecentando en mi interior, hasta la angustia y el gemido implorante. En aquel silencio y soledad que me iba apretando por dentro, integré dolorosamente la experiencia de mi pequeñez y pobreza personal.
El paso de las estaciones
A medida que pasaba el tiempo, poco a poco, mi ser se fue acoplando a la nueva situación y entré a formar parte del paisaje, sumergiéndome en su belleza y dureza, hasta la paz y serenidad. Y en la oración, hubo también gozo y seguridad. Cuando el invierno se hizo sentir arreciando en su más dura crudeza, y la nieve aisló mi pequeño hogar, que carecía de luz eléctrica y de medios de comunicación, supe de la mudez del silencio más hondo y desolador que jamás he vuelto a experimentar.
Más suaves y alegres fueron los silencios de la primavera, cuando los deshielos y el estallido de la vegetación asomaron henchidos de vida hecha de música y color. Los largos paseos adentrándome en el bosque agudizaron el oído en escucha atenta para adivinar el lenguaje de la espesura vegetal, el crujir de las ramas, el trinar de los pájaros, el chasqueo de mis pisadas, el silbido del viento. En las tardes sosegadas del verano, ¡que agradable y simpático me era el sonido de las esquilas del ganado a la vuelta de su pastoreo, el ladrido vigilante de los perros, el gracioso cacareo de las gallinas, y las voces monosílabas de los pastores! Era como vivir al descubierto, desnudamente, ante lo natural.
Un reto
Fui descubriendo que el silencio interior es más costoso que aislarnos de los ruidos materiales. Crear un espacio de soledad íntima para estar a solas con Dios solo es más trabajoso que permanecer incomunicado con las personas. Era un reto que se me ponía por delante y lo había comenzado a afrontar. Fui entrando en él, con temor y temblor, pero resueltamente. Y lo completé al finalizar el año de mi estancia en Civis, entrando en el Carmelo, donde permanezco desde aquel tiempo.
Soledad y silencio siguen siendo reto y tarea iniciados entonces, pero que han pasado por muchas situaciones y etapas, y han tenido diferentes panorámicas reales. Desde las purificaciones más profundas y dolorosas, hasta las alegrías más intensas y sosiegos del espíritu más serenos, para retomar fuerzas en el peregrinar de la fe, a la intemperie de un desierto, en ocasiones muy hostil y dificultosamente transitable. Sin embargo, también he hallado el hogar, la casa que me ha acogido y en la que sigo profundizando la experiencia de Dios en el puro amor de su propuesta evangélica ofrecida por Jesús, concretada en el espíritu de las Bienaventuranzas y alentada por la espiritualidad teresiano-sanjuanista de nuestro carisma.
La guarda del corazón
En la espiritualidad del desierto se crea y recrea con sumo cuidado la guarda del corazón, como lugar orante, favorecedor de un tú a tú amante y relacional con Jesús. El amor me ha ido caldeando el corazón suscitando el deseo de una vida centrada en el seguimiento de Cristo, para llevarla a cabo según el ejemplo de estos hombres y mujeres que lo dejaban todo y se retiraban a las soledades de los desiertos y monasterio.
En la guarda del corazón no hallo otro sentido ni traigo otro intento que: “pasar haciendo el bien”, como Jesús, modelando el corazón a imagen del suyo e imitando su hacer y proceder, hasta adquirir su mentalidad, como dice Pablo: “Nosotros tenemos la mente de Cristo” (1Co 2,16), hasta ser configurada con Cristo.
La guarda del corazón es la vigilancia hecha de súplica orante, para vivir con claridad, verdad y limpieza en las intenciones y en el proceder. Conocedora también de la fuerza fascinadora que este mundo y sus placeres ejercen sobre mí, la guarda del corazón me lleva a permanecer en humilde ruego, para que la gracia del Espíritu Santo vaya fortaleciendo desde dentro sus dones, que hagan posible la práctica de una vida para el Evangelio, atenta a los hermanos, viviendo ofrecida en servicio generoso, amando y perdonando, porque el amor no se realiza sin el perdón. Y ser portadora de alegría desde el sereno gozo del corazón. “Vivid alegres por la esperanza que tenéis” (Ro 12,12).
En mi desierto espiritual, mi ascesis personal es muy elemental y sencilla, es decir: trato de ser sobria y moderada en las maneras, hacer todo con un proceder benévolo, inteligible y humilde. Poner dignidad humana a la vida, hacer de la convivencia el centro del más merecedor y radical amor para la alegría y armonía en las relaciones. La guarda del corazón es la absoluta seguridad y cuidado de querer llenar la existencia de la voluntad de Dios, en función de una plenitud personal y comunitaria. Así, en la asidua lectura de la Palabra de Dios, hallo la fuente de la que mana el sólido alimento espiritual y la sabiduría orientativa para la vida.
La guarda del corazón, finalmente, la entiendo como un dejar a Dios que sea Dios, y haga surgir desde dentro hacia fuera aquella verdad más profunda de hijos amados y libres, y no de esclavos sometidos a las seducciones que nos deforman el rostro humano creado a imagen y semejanza suya. Para ello debo permitir a Dios que me purifique, dejar que su Espíritu modere y modele el mío. Adquirir sosiego interior hasta hacer fluir la paz y la reconciliación. Ni distraerme ni dispersarme, “Los ojos en Cristo”, como dice la Santa.
Actitud de silencio en la espiritualidad del desierto
En la espiritualidad del desierto se busca el silencio, pero el silencio es esterilidad y hostilidad, es tierra baldía y deshumanización, si tras él no hay palabra viva y comunicativa que crea convivencia relacional con Dios y los hermanos. Cuando la Palabra se manifiesta como presencia y mensaje, el silencio se torna medio indispensable para la escucha y la acogida, para integrar y crear semejanza por la Palabra que se nos ha revelado.
Advertir el ruido
Vivimos en un mundo donde el silencio es casi una realidad “ausente”, el mismo progreso ha traído más ruido que nunca; todo alrededor nuestro es rumor que aturde. Si hacemos silencio, podemos advertir el ruido material que nos rodea. Es importante dar al silencio su “autonomía propia”, para gozarlo más allá de la realidad estridente en la que vivimos inmersos.
Actitud interior
Callar no significa hacer silencio. Hablar no significa ausencia de silencio. Es la actitud personal interior la que nos define como personas ruidosas o silenciosas. Mis palabras pueden ser y expresar incapacidad para el silencio, es decir, pura verborrea; o bien, mis palabras pueden ser y expresar la hondura y el peso del silencio interior que les da sentido y contenido.
No confundir
El silencio interior es señorío de la palabra y la personalidad. Pero no traigamos confusión, no siempre el que es hablador carece de silencio, ni siempre callado es sinónimo de silencioso. Hay quien está mudo, pero en su interior anidan todas las voces y ruidos de la murmuración, que convierten el comportamiento en pura agresión polémica.
Producir riqueza
Es bueno que la palabra vaya precedida por el silencio y llegue al oído del que escucha como realidad penetrante e incisiva, produciendo riqueza humana comunicativa en el receptor de la palabra. En la espiritualidad del desierto, la contemplación es menesterosa del silencio. Todo debe silenciarse en nosotros para que se pueda producir el asombro contemplativo.
Amar el silencio
En el desierto se aprende a valorar el silencio, hasta amarlo. Asimilar también los insoportables silencios de Dios. El silencio puede producir sensación de aridez, de perplejidad, de desconcierto e imposibilidad: palpamos ahí su parte más hosca, hasta parecernos que nada volverá a florecer en nuestro terreno. Es el tiempo de la espera confiada en la eficaz acción transformadora que, silenciosamente, todo lo renueva. La fuente de la vida volverá a brotar, vivificando la alegría del buen y bien vivir. Amar el silencio para advertir cómo la espiritualidad hace florecer los desiertos del corazón. Si las lágrimas riegan nuestros desiertos, la esperanza es ver nacer una flor. La esperanza es una semilla que florece sana en medio de la hostilidad de las secas arenas de los desiertos de la humanidad. En el libro vivo de nuestras historias personales, está escrita la esperanza que se forjó en nuestros desiertos; lugar y momento donde renovamos y tomamos conciencia de la importancia de encaminarnos al Amor, y ser tomados y seducidos por el Amor, que salva la propia vida, la propia historia de amor que un día entregaremos a Dios como el fruto maduro de nuestra presencia en este mundo, y que crece ahora en la entrega decidida y generosa para ser y construir una nueva humanidad. Y termino como empecé: “Yo la voy a enamorar: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2,14).
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