María Antonia había nacido el 14 de diciembre de 1784 en el Palacio Real de Caseta, en Nápoles, hija del rey napolitano Fernando IV y María Carolina de Austria. La joven recibió una esmerada y distinguida educación que supo aprovechar, convirtiéndose en una princesa culta y apasionada por la lectura.
Tenía poco más de trece años cuando sus padres acordaban con España su casamiento con el entonces príncipe Fernando, que tenía su misma edad. La boda se celebró a principios de octubre de 1802 aunque el matrimonio no se consumaría hasta un año después. Y no fue por ganas del novio, efusivo y enganchado a su mujer a todas horas, como recordaría María Carolina, a quien nunca le gustó su yerno: “Mi hija está desesperada. Su marido es enteramente memo, ni siquiera un marido físico, y por añadidura un latoso que no hace nada y no sale de su cuarto”. El acercamiento físico de la pareja no fue sin embargo fructífero. María Antonia sufriría dos abortos en 1804 y 1805 y no lograría tener descendencia. A pesar de todo, los príncipes empezaron a entenderse y a encajar. Ella, inteligente, ingeniosa y culta, se dispuso a sacar a su marido del atontamiento infantil en el que vivía y le ayudó a introducirse, poco a poco, en los asuntos de estado. Algo que no gustó en absoluto a la reina María Luisa de Parma y al valido del rey Manuel Godoy, quienes reinaban a sus anchas con la anuencia de Carlos IV. La reina no escatimó críticas e insultos hacia su nuera llamándola “escupitina de su madre, víbora ponzoñosa, animalito sin sangre y sí todo hiel y veneno, rana a medio morir, diabólica sierpe...”.