La tensión en la frontera entre el Báltico y Rusia ha puesto en alerta a la alianza atlántica. Durante los últimos meses se han llevado a cabo movimientos de tropas, maniobras militares y referencias al “artículo 5”, pero ¿es la amenaza militar lo más peligroso? Ucrania reveló la capacidad del Kremlin para movilizar a sectores de la sociedad que a simple vista pasan desapercibidos. ¿Qué planes tiene Putin para las antiguas repúblicas soviéticas?
En 2017 alrededor de 4.000 unidades de la OTAN serán desplegadas en la frontera noreste de la UE. El aumento de la presencia de tropas rusas y los movimientos que Moscú ha llevado a cabo en estos últimos dos años han hecho saltar las alarmas en Washington y Bruselas.
Sin embargo, lo que allí se está fraguando tiene una profundidad que va más allá de un simple despliegue de tropas o de maniobras militares. Tallin, Vilna y Riga han vivido mucho como para no darse cuenta de lo complejo que es el rival al que se enfrentan. La realidad báltica no es para nada simple; no estamos ante un poder con nostalgia imperial intentando hacerse con una tierra que una vez le perteneció, sino ante un rival que sabe explotar las debilidades que ha sembrado durante años en sus vecinos.
Un pequeño entre gigantes
Nos situamos en la península de Curlandia, una tierra frondosa pero vacía, rodeada de mar y con una historia marcada por el ir y venir de exploradores, conquistadores, mercaderes… A las afueras del pequeño pueblo de Kuldīga nos encontramos con Jānis, un carpintero retirado ruso-letón que ahora dedica sus días a dirigir un complejo de casas rurales ricamente decorado en la campiña. Sentados con él en la puerta de la que fuera su residencia, empezamos a hablar sobre el pasado, una historia que nos lleva por los años de cambio en Letonia y en la región báltica.
El control de Rusia sobre el territorio letón se remonta a los siglos XVII-XVIII, cuando las tropas zaristas derrotaron a las órdenes teutónicas y las fuerzas suecas que se asentaban en la península de Curlandia y el golfo de Riga. El Báltico siempre ha sido un territorio entre grandes poderes del norte del continente. Cada región, con sus propias características —sería una osadía meter a todas en el mismo saco—, ha recibido influencias de los fuertes reinos vecinos, como Suecia, Alemania, Polonia o Rusia. Sin embargo, podemos encontrar una serie de rasgos comunes que todos los ahora Estados bálticos han compartido.
Siempre bajo la dominación de las potencias regionales, los territorios no conseguirían afianzar una posición lo suficientemente fuerte como para alcanzar su independencia hasta finales de la IGM. Esto les salió caro: con la declaración de las independencias, los nuevos líderes nacionales poco tardaron en buscar la forma de aferrarse al poder. Siguiendo la línea autocrática que imperaba en Europa, las estructuras de gobierno en la región báltica tendieron al autoritarismo. La mezcla de nacionalismo junto con una sociedad heterogénea como la que existía en la zona hizo que las tensiones entre los diferentes grupos estallaran. Los intentos por consolidar una alianza báltica para reforzar sus defensas contra los poderes europeos —en especial Alemania y los bolcheviques— no terminaron de cuajar. Finalmente, con el estallido de la IIGM, letones, lituanos y estonios tuvieron que aceptar que su sueño tendría que esperar.
Ese sueño parece olvidado en la cara de Jānis. En un banco junto al minúsculo estanque de su finca, mira con añoranza a la que fuera la principal fábrica de la región, un edificio ahora abandonado, casi derruido y con un aire de melancolía que se extiende por cada ventana rota, por cada puerta desvencijada. Con pesar, empieza a hablar en alto —sin ser consciente de que en sus palabras van los pensamientos de muchos de sus vecinos—, como aquel que tras mucho tiempo es consciente de que su llamada nunca tendrá respuesta. Se remonta a los años en los que la free Latvia aún no había llegado, en los que esta fábrica funcionaba a pleno rendimiento y daba trabajo a toda la zona.
Para ampliar: Historia de los Estados bálticos, A. Kasekamp, 2016
La raíz soviética
Escuchando a Jānis, uno se da cuenta de la difícil situación a la que la región del Báltico tiene que hacer frente, no solo por la amenaza militar que Rusia le empieza a suponer actualmente, sino por deber cargar con un pasado de dominación tan profundo que, si no se tiene en cuenta, puede hacer que las medidas que se tomen no sean eficaces. La ocupación soviética fue sumamente profunda; las potencias se repartieron Europa y Stalin no dudó en exigir que el Báltico quedara del lado comunista. Apelando a la herencia histórica, el Kremlin consiguió hacerse con el control de la región y empezar a imponer sus políticas para expandir la soñada revolución socialista.
Se comenzó un proceso de rusificación, desde la deportación masiva de población a Siberia —solo en la noche del 24 al 25 de marzo de 1949 21.000 estonios, el doble de letones y 32.000 lituanos fueron llevado a distintos óblast siberianos en vagones de ganado— hasta el reasentamiento de poblaciones rusas en localizaciones claves para afianzar el dominio. La mayoría de los dirigentes del partido comunista de cada república —a excepción del longevo Antanas Sniečkus— no eran nacionales, por lo que incluso el poder quedaría en manos de foráneos.
Además de las reformas agrarias y la dinamitación de la sociedad que se había creado durante las independencias, la propaganda soviética se esforzó en reforzar los vínculos de la población con la madre patria. Películas como Alexander Nevski, del director letón Sergei Eisenstein, son un ejemplo de cómo se asoció la creación del Imperio ruso con la propia región báltica —en el film se narra cómo los campesinos bálticos y rusos se unieron para luchar contra las órdenes teutonas, que pretendían imponer la religión y la sociedad de clases—.
Sin embargo, la región gozó de una mayor libertad —dentro de la esperable— que el resto de repúblicas soviéticas. Esto permitió a la intelligentsia de la URSS afincarse en ciudades como Tallin, Riga o Vilna y estar en contacto con las regiones nórdica y polaca. Pese a ello, las repúblicas bálticas no dejaron de estar bajo el férreo control comunista, lo que generó una dependencia de estas para con Moscú.
En las palabras de Jānis vemos los resultados de ese legado que la dominación soviética ha dejado en la región, un elemento: el de la influencia del período de la Guerra Fría, que va más allá del legado de barrios soviéticos y complejos militares abandonados. Las repúblicas bálticas han sufrido un gran cambio desde que alcanzaran la independencia en 1991. Rápidamente giraron su vista hacia el oeste como un modo de alejarse lo más rápido posible del que había sido su amo y señor durante más de 40 años. Sin embargo, no encontraron tanto apoyo como el que buscaban: una Europa de dos velocidades, unos vecinos nórdicos que con su elitismo no favorecían la aproximación de las repúblicas y una pasividad imperiosa a las advertencias que los Gobiernos lanzaban sobre el interés de la nueva Federación Rusa por no perder el control de la región.
Moscú es perfectamente consciente de esta situación. No solo de la dependencia indirecta que se ha mantenido desde la desaparición del bloque soviético, sino también de la añoranza con la que ciertos sectores miran al pasado. Desde que las repúblicas consiguieran la independencia en 1991, el Kremlin ha mantenido una estrategia de bajo perfil que le ha permitido seguir muy presente en la política, economía y sociedad bálticas, desde las relaciones que ha establecido con grupos nacionalistas rusos —letones y estonios— y polaco-lituanos a los ciberataques o la presión energética.
Para ampliar: The Baltic Storm, E. Lucas, 2015
La reconquista de la influencia
Parece que los bálticos —en especial letones y estonios— siempre hayan estado huyendo de la dominación de poderes exteriores, sin poder ser independientes realmente, dependiendo de unos para hacer frente a otros. Leyendo el trabajo de Edward Lucas sobre el peligro que plantea Rusia, nos damos cuenta de lo aislados que están los Estados bálticos. Pese a la presencia de tropas de la OTAN en el territorio, estas tienen una función disuasoria más que beligerante. Si nos fijamos en la estrategia de Moscú, veremos que está siguiendo una política de coerción y desgaste para con los vecinos del oeste. El Kremlin no tiene una intención de conquistar las repúblicas bálticas; la época de los imperios le queda ya lejos a Putin.
Tradicionalmente, en la diplomacia rusa se ha dicho que la seguridad aumenta cuanta más tierra haya entre Moscú y las fronteras enemigas: ese es el mantra que la Administración de Putin está siguiendo. No es una cuestión de recuperar un pasado perdido, sino de servirse de un discurso imperial para hacerse de nuevo con la zona de influencia que considera tradicionalmente suya. Así, Rusia conseguiría afianzar una zona de bloqueo que le permitiera tener el control de un espacio suficiente como para no correr el riesgo de un ataque enemigo. No se persigue ocupar el territorio —al menos en primera instancia—, sino que este acepte que está bajo la esfera de Moscú en vez de la de Bruselas y Washington.
Para ampliar: “Sombras que nunca desaparecen: los servicios de inteligencia rusos”, Jimena García en El Orden Mundial, 2017
A sabiendas de las reticencias que existen dentro de la UE y la propia OTAN con respecto a la defensa y el aumento del gasto defensivo, el Kremlin ha iniciado una campaña de desgaste para minar aún más la moral de Occidente. Así pues, se pretende terminar con la voluntad de los Estados europeos para defender el territorio. No se lleva a cabo un ataque, sino que se presiona durante un tiempo lo suficientemente largo como para que los costes del despliegue militar en el Báltico no sean rentables. No se busca un enfrentamiento directo, sino conseguir que los países miembros de la OTAN se acostumbren a la presencia de Rusia en las inmediaciones de la región y teman hacer algún movimiento. Es una estrategia a largo plazo que se ve favorecida por la propia incertidumbre en la que vive ahora mismo Occidente. Con ese miedo que existe en el seno de la alianza atlántica, lo último que los socios europeos quieren es que haya una ruptura interna a la vez que se entra en conflicto con Rusia.
Para ampliar: “Military spending by NATO members”, The Economist, 2017
Rusia ha ido poniendo a prueba durante estos años a los Estados bálticos y regionales. Como indica el propio Lucas, “no solo se ha encargado de tantear a las antiguas repúblicas soviéticas, sino que también ha probado el aguante de los países nórdicos”. La violación del espacio aéreo, la intromisión de submarinos en aguas de los países regionales…, todos pequeños pasos para comprobar hasta dónde llega la paciencia de sus vecinos. Una de las pruebas —si se le puede llamar así— ha sido la anexión de la península de Crimea: una llamada de atención para los antiguos territorios y para los países occidentales. Con esto se sentó precedente, se dejó un mensaje que en estos últimos meses no para de rondar los despachos de Tallin, Riga y Vilna: “Si lo han hecho una vez, pueden hacerlo otra”.
La importancia de los peones
Por supuesto, Putin es perfectamente consciente de que lo puede volver a hacer. Que esto entre dentro de los intereses del Kremlin es una cuestión diferente. Un enfrentamiento directo con las repúblicas bálticas y los países nórdicos —los denominados NBP9— sería insostenible para Moscú. Sin embargo, el debate gira en torno a la capacidad de la alianza atlántica para responder en caso de que esta situación se materializara. Las simulaciones que se han llevado a cabo han demostrado que su capacidad es insuficiente, y tanto la propia OTAN como Rusia lo saben.
Para ampliar: “Reinforcing Deterrence on NATO’s Eastern Flank”, D. A. Shlapak y M. Johnson en RAND, 2016
Moscú está preparando una zona de influencia que le sea cómoda para años venideros. Si se fuera a llevar a cabo algún tipo de acción, no iba a ser Rusia la que diera el primer paso —al menos abiertamente—: han demostrado saber cómo generar inestabilidad y encontrar las mejores razones para forzar la intervención. El principal actor en un posible conflicto serían todos los Jānis que se extienden por el territorio. Como ya ocurriera en Ucrania, en cualquier acción de Moscú jugarían un papel fundamental las minorías, aquellos que viven en las repúblicas pero que no se sienten identificados con la realidad político-social. Recordemos que las minorías rusas no poseen la nacionalidad: pueden obtener la ciudadanía, pero quedan exentas de algunos derechos que los nacionales sí poseen. De nuevo, vestigios de la presencia soviética que minan la estabilidad de la región.
Una vez se consiga llegar a estos grupos minoritarios, la intervención será sencilla. La nueva distribución de las fuerzas rusas en la frontera este del Báltico y el incremento de su presencia militar en el noroeste de Bielorrusia, país muy cercano al Kremlin, crean una pinza en torno a la región que permite a Moscú reaccionar rápidamente si fuera necesario.
Entra aquí en juego el elemento central: Kaliningrado. La cuña de soberanía rusa entre Lituania y Polonia depende de la conexión de trenes y carreteras que pasan entre las fronteras lituanas y polacas para recibir la mayoría de sus suministros. Es aquí donde muchos analistas ven el principal riesgo: si Rusia se hiciera con el control de las minorías y estas se alzaran y cortaran el tránsito hacia la región, el Kremlin tendría en bandeja la excusa para desplegar unidades y salvaguardar el suministro de víveres a sus ciudadanos: “No es una ocupación, sino una operación para estabilizar la zona”.
La llamada de Moscú
La tensión que se extiende por la frontera báltica va más allá del mero despliegue de tropas. No es esto lo que tiene que llamar nuestra atención, sino la atracción que el pasado pueda despertar en las minorías rusas y polaco-lituanas, aquellos que, como Jānis, no son favorables a una ocupación rusa, pero no ven mal entrar en su esfera de influencia: Europa no es el edén que se habían pensado. Pero, sobre todo, no tenemos que subestimar la capacidad que el Kremlin ha desarrollado para llegar a estos grupos. Ucrania ha sido el vivo ejemplo de la instrumentalización de la nacionalidad y la Historia por parte de la geopolítica rusa. Pese a la oposición general de la ciudadanía a la presencia rusa en la zona, continúa habiendo pequeños grupos que no lo perciben de este modo.
Occidente se enfrenta a un complejo desafío en el Báltico. Por un lado, es consciente de la necesidad de aumentar el gasto militar para poder responder ante cualquier maniobra de Rusia en la zona, pero tiene que aprender a explicárselo a sus sociedades. Además, sabe que su alianza militar no pasa por los mejores momentos, y menos con la llegada de Trump y los movimientos nacionalistas europeos. Pero, sobre todo, no tiene la capacidad de llegar a las personas que Jānis representa, una minoría que intenta mantenerse a flote entre los vestigios de lo que fue una de las zonas más industrializadas de la Unión Soviética y ahora tiene que competir con unos vecinos europeos con los que no se identifica mientras escucha la voz de un Putin que llama a la unidad y a la recuperación del esplendor del este de Europa… incluidas las naciones bálticas.