No se confunda el lector de este blog con la clásica dicotomía –y ya convertida en mitología social- “crisis (económica) de derechas y soluciones (sociales) de izquierda”. De las crisis del capitalismo del siglo pasado, que fueron muchas, salió fortalecido el propio sistema, adaptándose a la nueva situación surgida de la crisis y estableciendo acuerdos espaciotemporales que permitieron su transformación y adaptación, generalmente fortaleciendo electoralmente al aparato político de la derecha. La prueba histórica más clara de esto es la victoria de De Gaulle tras la crisis de Mayo del 68. Aún así, siempre ha habido espacio para la rehabilitación de la izquierda y el pensamiento transformador de la sociedad y del sistema y, en ocasiones, ha habido situaciones de crisis en donde el electorado de izquierdas se ha visto reforzado.
Sea como sea, la crisis económica que comenzó en 2007-2008 ha terminado por traspasarse a los ámbitos político y social, multiplicando las crisis hasta el punto de no dejar títere con cabeza. En España, al menos. Nuestra predisposición a participar en sociedad en algún tipo de organización, a hacernos responsables del ámbito social o político de nuestras vidas, ha caído en picado tras las pocas, nulas o fallidas respuestas que hemos encontrado durante estas crisis.
La Huelga General del 29 de Septiembre de 2010 no fue, en absoluto, un éxito. Los medios de comunicación cercanos al gobierno, por supuesto, no apoyaron los mensajes de la huelga. Los medios de la derecha y oposición, lógicamente, tampoco. Pero más allá del mensaje político de las portadas de los periódicos, la huelga no tuvo una repercusión real en la vida laboral de las personas porque los sindicatos oficiales (CCOO y UGT) no supieron cómo ocupar el espacio de incertidumbre que la crisis económica había creado. Los trabajadores y trabajadoras que decían representar llevaban esperando contestaciones de las centrales sindicales a los problemas de la crisis desde que esta comenzó hará ya tres años. La respuesta no llegó ni en tiempo ni en forma y esta deslegitimación de la representación sindical ha sido aprovechada por gobiernos de la derecha ultraliberal para cuestionar el sistema a favor suyo, tal como aprovechó en su día la huelga de metro para cuestionar el derecho a la huelga en los servicios públicos.
Las centrales sindicales se han mantenido dormidas durante estos tres años, impidiendo que la población canalizara a través de ellos el enfado y la frustración que la multiplicación de ERE’s y demás tretas de los grandes empresarios estaban desarrollando en los peores momentos de la crisis económica. Su deslegitimación se acentúa más cuando uno se para a comprobar que no han sabido adaptar su activismo sindical a un sistema capitalista que, desde hace ya más de veinte años, viene generando beneficios con la destrucción de empleo y ha convertido el salario en un gasto deslocalizable más. Su reflexión, ausente de los centros de trabajo y donde no se escucha ninguna voz discordante, ha caído en saco roto.
Tampoco la izquierda política de proyecto más transformador ha sabido hacerse con este espacio. Desde las protestas mayoritarias contra la Guerra de Iraq, Izquierda Unida y otros proyectos de izquierdas no parlamentarios, han pretendido canalizar este esfuerzo colectivo por intervenir en la vida política. Pero no lo han conseguido. Y principalmente no han sabido hacerse con esta legitimación por haber actuado como catch-all party o partidos atrapalotodo, intentándose sumar a cualquier iniciativa social que supusiera un mínimo cambio en la sociedad sin pararse a reflexionar cómo se integraría esta reivindicación dentro de un programa político global de transformación social, económica y política. Con la suma de tantos lazos de colores, la izquierda formal ha camuflado su identidad de las identidades de quienes no quisieron o no tuvieron el espacio para reivindicarse dentro de la formación política. Así podemos observar paradojas políticas como la reivindicación del internacionalismo junto con la de nacionalismos periféricos.
Casos como el del viaje del eurodiputado Willy Meyer al Sahara Occidental, donde pretendía realizar labores de testigo de la represión marroquí ponen de relieve la urgente necesidad de repensar la izquierda oficial. Es bien sencillo, hoy, ponerse el lazo solidario con la población del Sahara. Allí existen claramente dos bandos definidos y la alineación con el bando más débil y la reivindicación aparentemente más justa es un mensaje político sencillo y fácil de realizar en tanto no requiere ni de una posición política fuerte ni de una reflexión colectiva. Sin embargo, ya no es tan sencillo ser capaces, como izquierda formal, de realizar tareas de apoyo a los trabajadores y trabajadoras que se ven afectados por un ERE, donde la compañía multinacional, además, negocia contratos de permanencia en el territorio con las instituciones públicas, y donde tus votos se ven en juego en tanto en cuanto la mesa de negociación del ERE la forman también trabajadores cualificados que no se ven afectados por dicho ERE y que constituyen una bolsa de votos urbanos de izquierda muy apetecible. Ante esta dicotomía, tenemos una izquierda formal congelada, la parlamentaria y la extraparlamentaria.
Es más sencillo obtener una carta de apoyo firmada por Noam Chomsky y demás intelectuales de izquierda global, indignarse con cualquier problema internacional, admirar las huelgas y resistencias francesas o perseguir la paz mundial que la que lograr paralizar un ERE. Y en esas estamos. Sin política, sin organización y con la crisis debajo del brazo.