(Primero que nada, perdón por la extensión).
La vida se ha convertido en una suerte de urgencia imparable, de un sinsentido en el que cualquier cosa pierde valor nada más suceder, porque vamos tan rápido que lo que es noticia ya no lo es, y lo que no lo es cobra una importancia efímera y pasa, como en esa nueva película de animación, a la memoria a largo plazo. Ese desván de los recuerdos cada vez carga con más información y a la vez la acumulación de datos se hace más inservible porque a esos datos no les damos más que un segundo de nuestra importancia.
En resumen, he estado pensando y creo que la vida actual en estos occidentes se parece mucho al dial de una radio de las antiguas, en el que girando la ruedita escuchabas a medias un titular, una frase de la radionovela, la risa partida de cientos de bocas enlatadas o el compás sincopado de una canción de jazz. Girar y girar y no parar en ninguna estación, y con ello jugábamos horas enteras, escuchando cromáticas voces y ningún discurso completo.
Hoy pasa algo parecido: twitts, estados facebookianos, fotos con hastags en instagram e indignación en las redes. Indignación por un desahucio o porque un pequeño niño muere boca abajo en la orilla de una playa de no se sabe donde, no se sabe por qué, ni se sabe quién. O sí se sabe. “Indignación brutal” de 15 segundos, de comparto y maldigo y a otra cosa, porque este niño ya está muerto y ahora yo tengo que agradecer que 115 personas me han felicitado por mi cumpleaños, o tengo que poner ‘Me Gusta’ a ese restaurante chic de la ciudad, o porque tengo que difundir un cartelito con una frase de ‘Paulo no sé qué más’ que dice no sé qué mierda del ser humano y de no sé qué más zarandajas.
Y ese niño pequeñito ahí se queda en ese timeline sinsentido en el que estamos inmersos, en el que fluctúan miles de datos instantáneos y efímeros -lo mismo da si da lo mismo, lo mismo un niño muerto que la foto de una Play Station IV que me he comprado en Media Mark- y que nos convierte en auténticos estúpidos porque pensamos que al compartir esta foto ayudaremos a los refugiados, o a los enfermos de cáncer, o ganaremos un fin de semana en Cancún. Y todo vale lo mismo.
Entre 2004 y 2009 miles de personas llegaron a las costas canarias muertos de hambre y de frío, se bajaron a duras penas de barcas insalubres (los que pudieron sobrevivir) y en algunas fotos de Juan Medina, de Cristóbal García, de Arturo Rodríguez, de Fran Pallero, de Desiree Martín… (los nombro como testigos) se ve cómo incluso morían, o casi, en la orilla de la playa y los bañistas ni se movían de sus toallas apestosas a crema protectora (también hubo casos en los que las cosas sucedieron de otra manera, también los recuerdo). En esos años no había facebook, ni twitter, ni whatshap, y sí que había inmigrantes que morían al llegar a NUESTRAS costas, como ahora está pasando desgraciadamente en el Mediterráneo. Cuando esa marejada de pateras y cayucos pasó, cuando se tranquilizaron las mafias en Senegal, volvimos a lo nuestro, incluso algunos respiraron tranquilos porque “aquellos negros” ya no traerían “enfermedades” y miserias a nuestros centros de salud, ni gastarían en presupuesto escueto de nuestra sanidad occidental de para nosotros segunda división, para muchos inmigrantes, desplazados, expatriados, de primerísima categoría.
Ese niño yace en la orilla de esa fotografía muerto; no es uno, son miles, pero ese es el que nos ha metido el dedo en la llaga (porque es blanco, porque yo recuerdo cientos de fotos de niños muriendo en Etiopía, niños muriendo de Ébola en el corazón de África, niños y niñas, y adolescentes muriendo en otras partes…).
A algunas personas les ha dolido mucho esta situación, son personas conscientes de que hay que colabroar en la medida de lo posible, de compartir el poco, o mucho, pan que pueden tener en su mesa, no sólo de hablar; a otros también: les ha dolido lo que han tardado en compartir en sus redes la foto en una especie de sentimiento de atracción/repulsión, en esa suerte de instantaneidad de la que hablaba más arriba, (alguno incluso ha puesto Me Gusta, solidarizándose no se sabe bien con quién o con qué) pero más allá de eso, poco. Esta es la única definición que han sabido aplicar al verbo compartir: “dícese de la acción y efecto de activar la casilla con ese nombre de las redes sociales”. Cuando se topan con el del Acnur o con el de Médicos sin Fronteras, en la Calle del Castillo cruzan la acera, porque “los de las ONG son unos pesados y ya yo lo he ‘compartido’ en Facebook”.