Elvira Gutiérrez se ha marchado a desayunar. Lleva más de una hora fuera del hospital, fuera de su despacho tras la ventanilla huérfana. Ya la va conociendo. Son casi seis meses de visitas improductivas, viendo su rostro amargado de cincuentona solterona y la holgazanería colgando de sus arrugas. Siempre es el mismo sermón: "No sabemos aún cuando le llamarán para entrar en quirófano. No hace falta que se pase tan a menudo, nosotros nos pondremos en contacto con usted".
Demasiados meses han pasado, contándole a unos y a otros que la hernia de disco le está matando de dolor. Se pasa Camilo la vida esperando a que alguien le diga cuándo acabará su suplicio. A veces, esos doctores, ayudantes, recaderos al teléfono, no saben de qué les habla. Revuelven sus papeles, consultan fichas, hacen llamadas y le piden otra vez que les cuente brevemente el motivo de su visita o de su llamada. Resulta exasperante ver quetan sólo eres un número que puede tacharse fácilmente si el óbito se cruza en tu camino.
Por fin llega Elvira. No tiene prisa. Ni se despeina ni se acelera ese perezoso corazón suyo, acostumbrado a las siestas prolongadas. Elvira no sufre dolores ni calambres cada vez que trata de abrocharse los cordones de los zapatos o vestirse cada mañana. Elvira, la empleada del año en el país de los gandumbas. Hoy acaba todo. Ya no más esperas, ni excusas, ni papeles extraviados, ni información perdida en el universo de los ignaros. Hoy se resuelve todo, sí o sí, refunfuña Camilo, aferrando con fuerza el arma que lleva oculta en el bolsillo de su gabán gris oscuro.