Aquí tienes, a los pies de tu altar
Postrado y vencido al momento. Contempla tu cariátide,
Silenciosa y blanca, su perpetua agonía.
Desprecia sin emoción la lucha de un anhelo
Entre las fieras fauces del inacabable olvido
Que allana sin esfuerzo las cumbres de los días.
Luchan algunos por fijar su deseo. Tú, madre del tiempo
Ajustas las horas vanas e impones tu paso, tutelar y sombrío.
Haces un ramo del devenir constante
Con el que el firme paso se recrea en arder;
Tú, madre de la esencia, haces de ellos soplo
Y al calor de su grito, los demás se desvelan
Por dejar su huella en el aire cruel del instante
Como fingiendo no saber.
¿Nunca has posado las manos sobre las sienes cansadas
De aquellos que aún ayer pretendieron vencerte?
Acaso son solo ecos de voz ronca y aromas de amargor
Que en los brazos para caerlos divertida viertes
Pugnando en las tinieblas para contemplar tu cara
Porque desean aspirar tu secreto sabor
Para deshojar por última vez la flor de la esperanza.
Y tú, envuelta en misterio y con carne de mármol
Das al desastre nuestro amor y nuestra sed de verte
Contemplando a tus hijos con tus ojos de piedra
Y esparciendo corazones en el mar helado, de donde nadie vuelve.
Mas sabe que el alma que puede hablar con la madrugada
Y siente en sus labios un perfume de vida y de fulgor altivo
No cerrara los ojos contra tu mirada desdeñosa y apagada
Y a su postrero segundo, encenderá en tus ojos su brillo.
Allá la eternidad al día habrá sumado
Otra onda más en el estanque de la laguna
Oscura y fría que nunca se embravece
Y en la pausa sin prisa, inconcebible y ardiente
Las sombras que seremos también serán llama en su impulso bravo
Y serán para siempre.