Pasaron los meses y una tarde me senté a leer aquellos capítulos. No me considero una persona graciosa, soy un desastre a la hora de contar chistes, pero aquella historia era muy divertida, mucho. Había permitido a los personajes hacer de las suyas, sin cortapisas, con el resultado de que habían llevado a cabo todo tipo de ocurrencias de lo más disparatado. Me reía sola al leerla. ¿De verdad había escrito yo eso? ¡¿Cómo?! (en serio, en ocasiones no sé de dónde surgen mis ideas felices y, cuando lo pienso fríamente, me veo incapaz de repetir la hazaña). Decidí que empezaría a mandársela por entregas a mis padres, a ver qué opinaban.
La respuesta de mi padre fue toda una inyección de ánimos. Según me contó mi madre se le oía reírse en voz alta en su despacho. La única pega que le encontró es que le parecía dificilísimo que pudiese continuar el relato en ese tono, según sus palabras "si lo conseguía, sería el libro más divertido que jamás se hubiese escrito". Tenía razón, ni yo misma sabía cómo me las iba a apañar para seguir la historia a ese ritmo.
Tenía el gusanillo de la escritura metido en el cuerpo y no me quedaba más remedio que escribir. El final lo tenía bastante claro pero me faltaba el puente de enlace entre el inicio y la conclusión, ambas partes estaban en orillas distintas. Poco a poco, aunque en mi novela nada sucede despacio, el puente se tendió y la obra se preparó para su desenlace. A mi madre le encantó, le pareció un final redondo, y según ella no era un libro fácil de terminar. Yo estaba encantada, aunque mis padres puedan ser más benevolentes conmigo que con extraños, a la hora de ser críticos, sobre todo en cuestiones literarias, no pierden su objetividad y, si algo está mal, lo dicen.