El planeta Medios vive una conmoción de una intensidad nunca antes conocida. El impacto del meteorito “Internet”, comparable al que hizo desaparecer a los dinosaurios, está provocando un cambio radical de todo el “ecosistema mediático” y la extinción masiva de diarios de la prensa escrita. (…)
En estas condiciones, ¿qué garantía de supervivencia tiene el periodismo de calidad? ¿No le queda acaso más remedio, para seguir existiendo, que recurrir a subvenciones de mecenas, de fundaciones o del Estado?
En La explosión del periodismo. Internet pone en jaque a los medios tradicionales, Ignacio Ramonet describe el actual escenario mediático occidental (sobre todo de los Estados Unidos y países centrales de la Unión Europea) para luego transcribir preguntas y elaborar diagnósticos/pronósticos sobre el ejercicio de un oficio/profesión en crisis desde el avance arrollador de las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (TICs).
Fiel a la rigurosidad de Le Monde Diplomatique que dirigió durante casi veinte años, el periodista y académico franco-español construye y enriquece su análisis con datos duros, observaciones de otros especialistas y por supuesto con constataciones propias. En este sentido, el libro es muy recomendable para los interesados en cotejar/actualizar información económico-financiera de las empresas mediáticas, y en conocer los argumentos de los intelectuales que se resisten al elogio incondicional de la Web y las redes sociales.
En líneas generales, la ponencia de Ramonet resulta atractiva para quienes desde el llano tenemos nuestras dudas respecto de las bondades absolutas que otras voces les otorgan a la irrupción de Internet y a la digitalización del periodismo y la información. Sin embargo, la sensación de coincidencia intelectual amaga con desaparecer en tres momentos.
El primero surge cuando el autor contrasta el ejercicio periodístico actual con el recuerdo algo romántico del “cuatro poder” o “contrapoder” del que antes “disponían los ciudadanos para criticar, rechazar, oponerse democráticamente a las decisiones políticas o judiciales que, aún siendo legales, podían ser injustas o incluso delictivas” (página 47). En más de una ocasión, Ramonet sostiene que en ese entonces “la prensa era la voz de los sin voz”.
Al menos en la Argentina, cuesta aplicar esta máxima a diarios como Clarín, La Nación y en tiempos pasados La Prensa, hoy reducido a la mínima expresión.
El segundo momento aparece en la defensa a ultranza de Wikileaks que Ramonet define, citando a Florence Renard, como “festín permanente de secretos, una auténtica fábrica de primicias” (página 77). Más adelante en la página 83, parafrasea al juez norteamericano Louis D. Brandeis y sostiene: (el emprendimiento de Julian Assange) “nos recuerda que, para luchar contra la corrupción, el nepotismo y los abusos de los gobiernos, la transparencia es el mejor de los desinfectantes” (para los “trapos sucios del Estado”).
Nos cuesta compartir esta afirmación a quienes desconfiamos del mito de la transparencia universal, y además encontramos cierta contradicción entre el elogio de la filtración irrestricta, sin censura, y el visto bueno a la suerte de colador editorial que en su momento conformaron -con la anuencia del propio Assange- los periódicos The Guardian, The New York Times, Der Spiegel, Le Monde, y El País (mencionados en la página 86).
La contradicción se acentúa todavía más entre los que descreemos de la independencia de estos grandes referentes de la prensa occidental. Si el mito de la transparencia fuera cierto, debería aplicarse a los dirigentes no sólo políticos sino de las mega empresas, incluidas las (multi)mediáticas.
La tercera fuente de posible desacuerdo son los párrafos dedicados a la llamada “primavera árabe” y a la explicación del origen de las revueltas en Túnez: “El gesto heróico del joven vendedor ambulante y diplomado en paro, Mohammed Bouazizi, que se suicidó prendiéndose fuego el 17 de diciembre frente al ayuntamiento de Sidi Bouzid fue la chispa que encendió la mecha. Las protestas comenzaron de inmediato y se extendieron rápidamente al resto del país. Twitter, Facebook y los blogs, burlando la censura, difundían consignas llamadas a la revuelta” (páginas 91 y 92).
El ingeniero argelino Chems Eddine Chitour (recordemos su post traducido) definiría el párrafo de Ramonet como fiel exponente de la doxa occidental.
Desde ya, los focos de disentimiento hacen al interés de este libro que Capital Intelectual lanzó en nuestro país en julio pasado. De ahí que La explosión del periodismo valga tanto por los datos y diagnósticos/pronósticos que aporta (quien suscribe destaca especialmente el capítulo “¿Hacia qué modelo de rentibilidad vamos?”; páginas 99 a 116) como por las aproximaciones cuyo punto de vista eurocéntrico invita a la crítica y a la discusión.