La extraña mujer de la calle de la Ruda

Publicado el 18 marzo 2014 por Aranmb

La única vez en su vida que salió en los papeles, Marcelina San Vicente se recogió el pelo hacia atrás, en una cebolleta bien prieta, con un peine empapado de agua; se vistió con el vestido menos raído que tenía -áspera tela de arpillera, abundante por ser herencia de una mujer más gruesa que ella, limpio y pobre- y, por más que se esforzó, no fue capaz de sonreír a la cámara. Por aquel entonces, el barrio de Tetuán no estaba aún lleno de gigantes de ladrillo y si uno se fijaba bien podía ver por encima del techo de las chabolas, en la lejanía, el centro de la capital. Desde hacía apenas un lustro, el barrio comunicaba con él en línea directa de Metro. Y Marcelina hubiera deseado, sólo por una vez, que no fuera así, porque en Metro había venido la mujer enlutada, y en Metro los policías, y en Metro su marido con la cara desencajada, y en Metro los periodistas que llegaron a retratarla. Pensó, por un solo momento, que quizás si no hubiera Metro a Tetuán aquella mujer jamás se hubiera fijado en ella, que hubiera rechazado su ayuda para buscarse una prima más accesible. Quién sabe. El caso es que aquel día, mayo de 1935, cuando el sol ya invadía Madrid y calentaba la techumbre de hojalata de la casuca de Marcelina, ella se recogió el pelo húmedo para estar bien guapa para los señores del centro y para contarles su desgracia.

Un trabajo inesperado

En la imagen derecha, Marcelina San Vicente retratada por el fotógrafo de Mundo Gráfico

Creía que iba a denunciarla. El 16 de mayo, cuando pedía limosna en el mercado del Carmen, al lado de un puesto de chacinería, una señora oronda, embutida en un abrigo negro de la cabeza a los pies, cara vulgar y cejas pintadas con pulso trémulo, se le había plantado enfrente. “Aquí está prohibido pedir limosna, ¿no es cierto?”. Sonaba amenazante y, sin embargo, el cálido acento del sur de la señora de luto dio cierta confianza a la mendiga que, recogiendo contra sí el bebé que llevaba en brazos, le imploró piedad. “Hágalo por mis pequeños, que son seis… tenemos derecho a comer.”

 ”Más vale pedir que robar.” Debería haber desconfiado Marcelina; se lo diría siempre, siempre, a partir de entonces, Benito, el marido. ¿A cuento de qué, tras una conversación así, iba a venir que la señora le propusiera criarle, a cambio de sesenta y cinco pesetas mensuales, a un hijo? ¡Pero eran sesenta y cinco pesetas, trece duros! Eran zapatos nuevos para los churumbeles, y comida caliente una vez al mes para todos y, quizás, también liberar a los mayores de un día, sólo un día, a la semana del trabajo, para que asistieran al trabajo y se hicieran leídos y aprendieran de letras y de cuentas, como el padre. Es la mar de ilustráo, señora, presumió Marcelina ante la enlutada de marido, creyendo ver un brillo de decepción y desconfianza en los ojos de quien le había ofrecido el servicio de niñería tan solo tras saber que la mendiga no sabía ni leer, ni escribir, ni sumar ni restar números.

Los hijos son pa’ los padres. Benito Gil, el marido de Marcelina y, por ende, el segundo habitante adulto de la chabola de la calle Carmen Montoya, era cariñoso, pero muy seco. “¡A ver si te crees que porque críes a un niño vas a tener automóvil!”, exclamó severo cuando Marcelina le hizo ver el empujón económico que podrían suponer esos trece duros al mes. Y, sin embargo, ella se salió con la suya: al día siguiente, directa desde la parada de metro, apareció de vuelta la mujer de luto con un niño en brazos más hermoso que un sol. A la puerta de la chabola, y con los trece duros metidos en un sobre. A Marcelina, y también a Benito cuando lo vio, se les derritió el corazón de tanto rizo rubio y tanto gorgojo y buena crianza. Era, según dijeron después los papeles, “un rollito de manteca” aquel bebé del que, sin embargo, la mujer enlutada no parecía tener gran pena en separarse, dejándolo a una mujer que, de puro hambre, tenía los pechos secos.

El secuestro de la calle de la Ruda

Benito Gil, efectivamente, era un pobre ilustrado. Albañil de oficio, trabajaba poco; cuando había obras de cuando en cuando y, el resto del tiempo, criaba a los hijos mientras la mujer pordiosaba por Madrid. Afortunadamente, mayo del 35 le pilló trabajando. Le habían cogido para las obras del café de Fornos -hoy, un Starbucks-, en el edificio nuevo que se estaba construyendo en Alcalá con Virgen de los Milagros. El camino de Tetuán a metro Sevilla, la estación más próxima, era largo. Por eso el 17 de mayo, a primerísima hora de la mañana, Benito compró, ¡y en buena hora!, El Heraldo de Madrid. Al llegar a la página 7 supo que aquel día no iba a ir a trabajar: donde tenía que ir era a comisaría.

Página 7 de El Heraldo de Madrid del 17 de mayo de 1935

“En plena calle de la Ruda, cuando una madre hacía la compra, se le acerca una desconocida y, con engaños, le roba a su hijo de dos meses de edad”. Nadie se explicaba cómo, pero a Juana Villada, vecina de Lavapiés y esposa de ebanista, el exceso de confianza le había hecho perder a Enrique, su hijo de pocos meses. Según relataba El Heraldo ante los ojos atónitos del obrero de Tetuán, los sucesos habían ocurrido en la mañana del 16, a eso de las diez, cuando en la esquina de la calle de la Ruda con Cascorro una mujer con acento sureño había acometido a Juana, con información muy precisa sobre su pasado: la conocía, o eso aseguraba, de cuando había sido criada de Antonio Roche. Quizás atontada por la enorme cantidad de gente que se agolpaba en el mercado de la plaza Cascorro, o confundida por la confianza de una mujer desconocida que, sin embargo, parecía saber mucho de ella y que ahora le recriminaba llevar en brazos al bebé (“¡Le pueden dar algún golpe, hay mucha gente…! ¡Si yo tuviera un hijo es que no sabría dónde ponerle para librarle de cualquier mal!), Juana accedió a entregar al niño a la extraña. No había avanzado ni seis metros cuando, al darse la vuelta, su hijo ya no estaba a la vista: la mujer, que respondía perfectamente, con sus cerca de cuarenta años, su gordura y, sobre todo, su largo abrigo de seda negro, a la descripción de la nueva pagadora de Marcelina, había puesto pies en polvorosa.

A la izquierda, Juana Villada con su hijo, retratados por Mundo Gráfico

La captura. ¿Vampiros en Madrid?

Enrique López, inconsciente protagonista de toda la aventura, ya estaba en brazos de su llorosa y arrepentida madre, Juana Villada, cuando la policía y los vecinos de Tetuán acorralaron a la misteriosa mujer de luto que, recién bajada de la parada de metro, se dirigía a casa de Marcelina San Vicente para darle algo de ropa. Benito Gil había dado aviso a las autoridades, alertado por la noticia, a página completa y profusa en fotografías, de El Heraldo de Madrid. Si la captura de la mujer fue fácil, no lo sería tanto el descubrimiento de las razones que la habían llevado a robar un niño. María Lage Bobadilla, de 30 años según la cédula de identidad, era madrileña de nacimiento, jienense de adopción y residía, a la sazón, en el 8 de Julia Reyes, en el barrio de Vallecas, con una hija de ocho años. La niña, de cara pálida y vestimenta extravagante, pasada de moda, se mostró en todo momento con la expresión ausente, falta de vitalidad. “Está enferma”, apuntó la madre en el calabozo. “No come.” En un país en el que las madres asustaban con frecuencia a los niños con leyendas de sacaúntos y hombres del saco, aquellas frases de preocupación supusieron la primera evidencia acusatoria contra María Lage: ¿acaso habría venido a Madrid, acompañada de la niña enferma, con el consejo de algún curandero de tres al cuarto y en busca de sangre fresca con la que sanar a la chiquilla?

La supuesta María Lage y su hija, retratadas por Mundo Gráfico

Pudiera haber sido posible, pero a la historia aún le quedaba otra vuelta de tuerca más. Con el marido -digno funcionario de prisiones de la prisión de la Carolina, en Jaén- camino a Madrid y la villa y corte conmocionada por la posibilidad de encontrarse ante otro caso de una mujer con la cabeza y las ideas devoradas por la magia negra, apareció, alertada por las noticias que ya salpicaban todos los periódicos de España, una mujer joven y bien vestida. “Yo soy María Lage Bobadilla. La auténtica.”

Dos Marías Lage

La estupefacción fue mayúscula. La de Marcelina, a quien su marido le leía cada día los papeles para enterarse del desarrollo del caso, la de Juana mientras mecía a su hijo recién recuperado, la de la policía y los madrileños… pero también la del funcionario de prisiones que, en 1932, se había casado con quien había creído siempre ser María Lage Bobadilla, oronda mujer de conducta irreprochable, esposa modelo y madre abnegada de la hija que había tenido de soltera, y que, por cierto, jamás vestía de negro. El misterio de la vestimenta tuvo rápida solución -el abrigo, que le daba aspecto de luto, le había sido prestado por una pariente-, no así el de quién era aquella extraña mujer que había puesto en jaque la inteligencia de toda la policía madrileña. Todos los papeles, desde el certificado de nacimiento hasta el libro de familia, la identificaban como María Lage Bobadilla, hija de Calixto Lage y de Pilar Bobadilla, natural de Madrid y nacida sobre 1905. María, o como quisiera que se llamase, había tenido a su hija de las relaciones con Antonio Damiani, un soldado italiano con el que coincidió allá por 1928 en Barcelona, pero desde que se casase, cuatro años después, con Lucio Díaz, no había podido darle ni un solo hijo. Ningún embarazo acababa de prender, y María se sentía afectadísima por esta situación. Resueltas quedaron, con las declaraciones de Lucio Díaz, las causas del secuestro del pequeño Enrique: la mujer, obsesionada por darle un hijo varón a su marido ante el temor de que éste la dejara, le había asegurado estar embarazada y tener la necesidad de ir a Madrid a verse con buenos doctores. Tenía que regresar con un hijo bajo el brazo… y no puede negarse el que lo intentara.

Y al fin…

En la imagen, la familia del pequeño secuestrado, retratados por El Siglo Futuro el 18 de mayo de 1935

¿Quién era, sin embargo, aquella mujer? Posteriores declaraciones de los pocos familiares directos que le quedaban, entre ellos la propia y nueva María Lage, la identificaban como Gregoria Irrustarazu, hija natural, en efecto, de Pilar Bobadilla. Aparentemente, la madre se había desentendido de ella a los pocos meses de edad, mandándola con una familia adoptiva de Guipúzcoa que le dio el apellido, y, una década más tarde, al casarse con Calixto Lage y tener a su segunda hija -la María real-, la atrajo de nuevo a su seno. Se nos escapan de las manos, porque si no no sería un caso realmente misterioso como lo es, las razones que llevaron a Gregoria, un día, a suplantar la identidad de su hermana, con la que perdería relación tras la muerte de sus progenitores, y a mantener el engaño, incluso, con su marido y su hija; y, sobre todo, las razones por las que María Lage / Gregoria Irrustarazu conocía aspectos tan íntimos de la vida de Juana Villada. Probablemente nunca atinemos a dar con las motivaciones reales de un caso que se olvidó tan pronto como rápido se había puesto de moda, tanto, tanto, que aquella semana Marcelina San Vicente, una pobre mendiga deshecha en huesos y piel, salio asustada pero orgullosa en los papeles, como llamaba ella a la prensa, por primera y última vez en su vida. Como las artistas, pero con el hambre ahogándole la sonrisa.